Por Javier Hernández Alpízar
A Alfredo López Austin, in memoriam
Apenas 500 años después, El príncipe de Nicolás Maquiavelo es un clásico, pero como buen clásico puede tener diferentes lecturas. Maurice Joly lo lee como el teórico de los tiranos, por eso pone en sus labios la descripción cínica de la política bonapartista, maquiavélica y dictatorial de Luis Bonaparte, en el Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu.
En la primera mitad del siglo XX, en un mundo en llamas por la segunda guerra mundial, Maquiavelo es leído, desde el poder, por el duce Benito Mussolini y, desde las mazmorras del fascismo, por el preso político Antonio Gramsci. Para el dictador, El Príncipe es un manual para tiranos, pero para el filósofo de la praxis, Maquiavelo escribió su clásico no para los hombres del poder, que ya lo conocen, incluso sin leerlo, porque lo practican de toda la vida y por generaciones, sino para el que no sabe, es decir: para el pueblo.
Las reflexiones de Antonio Gramsci sobre la política de Maquiavelo fueron escritas en sus Cuadernos de la Cárcel y publicadas también en volumen aparte, en títulos como La política y el Estado e incluso como Maquiavelo y Lenin. Las notas de Gramsci son una lectura creativa, propositiva, de Maquiavelo. Para el autor de los Cuadernos de la cárcel, El príncipe es un manifiesto, un libro que quiere motivar a la acción, como el Manifiesto comunista, el ¿Qué hacer? o, diremos nosotros, la Sexta Declaración de la Selva Lacandona.
Nicolás Maquiavelo usa no solamente la lógica, sino la capacidad literaria (recordemos que es el autor de La mandrágora), dramática, para generar un mito (en el sentido de George Sorel, que escribió sobre el mito de la huelga general), es decir, una utopía movilizadora. Maquiavelo quiere movilizar pasiones, patriotismo, energía para luchar por la unidad italiana.
En su tiempo, Maquiavelo no lo logró. Pero la lógica capitalista burguesa necesitaba Estados-naciones y finalmente Italia fue una nación en el siglo XIX. Curiosamente, Luis Bonaparte fue protagonista en favor de la unidad italiana, desde Francia, y con su derrota, de la unidad alemana bajo la hegemonía prusiana.
Sin embargo, en el inicio caótico y violento del siglo XX, Antonio Gramsci piensa que el príncipe ya no puede ser un individuo, una persona, el príncipe moderno tiene que ser colectivo: una organización. En los términos del marxismo y el leninismo de su tiempo: el partido.
Sumando los saberes heredados de Maquiavelo, Marx, Lenin e incluso de autores que no son de izquierda como el idealista Benedetto Croce (con quien establece una relación análoga a la de Marx con Hegel) y George Sorel (Reflexiones sobre la violencia), Antonio Gramsci propone un príncipe colectivo.
El partido o, para decirlo de un modo más amplio: la organización tiene que ser capaz de revolucionar la sociedad, hacer una reforma intelectual que incida en un cambio en la economía, hacer que sus ideas e ideales se conviertan en un nuevo sentido común, una narrativa triunfante, una nueva hegemonía ideológica-política-social-moral-cultural-económica.
Para ello, el partido estará formado por un núcleo central generador de las ideas-fuerza, un círculo de revolucionarios capaces de movilizar pasiones alrededor de ese ideario revolucionario y una muy amplia masa de seguidores apasionados y movilizados por ese mito movilizador: la revolución.
Como Maquiavelo, como Marx, como Lenin, Antonio Gramsci no escribía desde la soledad del cubículo académico, sino desde la militancia, pues estaba preso por participar en la creación y organización de los consejos de fábrica, con los que los obreros italianos lucharon por el control del proceso de producción. Los consejos eran los soviets de los italianos. El fascismo de Benito Mussolini, como el nazismo en Alemania, el franquismo en España o el pinochetismo y las dictaduras militares en el Cono Sur, era la respuesta, la reacción contra el ascenso de la organización y la lucha obrera.
Gramsci aportó valiosas reflexiones (con conceptos originales como filosofía de la praxis, hegemonía y bloque histórico) sobre la organización, la lucha, no sólo con las ideas, sino con la pasión (pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad) y el mito (la utopía, el mesianismo colectivo, ojo: colectivo).
De sus aportaciones, no es la menor apropiarse de Maquiavelo para la izquierda, para el pueblo, en defensa de un jacobinismo-leninismo que tenga la fuerza intelectual, pasional y fuerza a secas para cambiar a la sociedad. El príncipe no puede ser ya un hombre providencial, un individuo, una persona: tiene que ser un sujeto colectivo, un nosotros. Y el intelectual orgánico de ese príncipe colectivo tiene que ser también un intelectual colectivo: una organización que lee, piensa, debate, escribe, publica y vence, no sólo en el debate de ideas, sino en todos los órdenes.
La obra de Antonio Gramsci fue siendo publicada poco a poco después de su muerte, y más lentamente, introducida en castellano en Nuestra América. Ya Roque Dalton se burlaba de la falta de madurez del Partido Comunista salvadoreño para leer a Gramsci, con una canción de la italiana Gigliola Cinquetti: “No tengo edad, no tengo edad para amarte”… El optimismo de mi voluntad me dice que ya tenemos la edad suficiente, apenas 500 años después de Maquiavelo y menos de 100 años después de Gramsci.
Sería importante superar la retórica de la intransigencia que asegura que si nos organizamos, seremos presas de un centralismo autoritario, que nos hegemonice, homogenice y pasteurice. El reto es cómo lograr la solidez y fuerza de una organización, sin el autoritarismo, ni la rigidez ni la muerte del pensamiento que generan dictaduras y totalitarismos. Sin embargo, no organizarnos nos hace presas de la derecha capitalista, pues ella sí se organiza y hace uso de toda su fuerza.