Por Javier Hernández Alpízar
Cuando acababa de derrumbarse el campo socialista, un viejo profesor universitario dijo en su clase: “el individualismo es una ideología, pero el individuo no es una ideología”. Se refería al efecto pernicioso del colectivismo: volverse opresor de los seres humanos de carne y hueso, de las personas, en aras de liberar a una humanidad abstracta. Se sacrifican generaciones actuales al desarrollo y progreso futuro, lo que Karel Kosík llamó “nihilismo de futuro”. Algo así como el sacrificio de mexicanos al covid y otros padecimientos para no desviar ni un céntimo de los “proyectos prioritarios”.
La revolución, a inicios del siglo XX, se volvió un ídolo en el nombre del cual corrió mucha sangre, y el colectivismo se impuso como idea fuerza, como mito, en su sentido positivo de ideal movilizador y su sentido negativo de fetiche, sobre el individuo, considerado como un concepto burgués.
Eso no tiene su raíz en Carlos Marx, porque para el autor de El Capital, la liberación es de los seres humanos de carne y hueso o no hay liberación, pero la escolástica positivista que simplificó a Marx y lo convirtió en ideología sí incurrió en esos dogmas anti-individuo.
Para criticar esa ideología opresora de las personas en nombre de un esclerotizado colectivismo qué mejor que una escritora anarquista: Simone Weil.
Gran admiradora de las heterodoxias del mundo antiguo y medieval y heterodoxa ella misma, Simone Weil es heterodoxa en todas las corrientes en las que uno intente adscribirla: heterodoxa del marxismo, del anarquismo, del catolicismo, del judaísmo (su origen étnico, pero no cultural), idealista platónica-cartesiana, y también más materialista que Carlos Marx, al ver el mundo social dominado por la fuerza (como Nicolás Maquiavelo, pero ella se decanta por Juan Jacobo Rousseau), militante en sindicatos obreros, voluntaria en la columna de Buenaventura Durruti, en la guerra civil española, y mística, murió participando con su pensamiento y su pluma en la resistencia antifascista.
Muy temprano hizo un ajuste de cuentas con el concepto de revolución y el marxismo en su opúsculo Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión. Tomando en serio la propuesta materialista de Carlos Marx concluye que la revolución no es posible, porque es esperar que el lado débil venza al fuerte; que la opresión nunca desaparecerá del todo, porque está inscrita en la naturaleza material de las cosas: la opresión de la naturaleza, de la que nos liberamos, se transforma en opresión social.
La opresión social no desparecerá del todo, porque siempre hay grupos que se disputan el poder, en lucha con otros grupos o en el seno de un mismo colectivo.
Lo más que podemos hacer es trazar un cuadro teórico-utópico de la sociedad menos opresiva posible, para que nos sirva de referente y con él comparemos cualquier sociedad. Nos aproximaremos a ese ideal, siempre con las limitaciones materiales.
Simone Weil se propuso investigar qué tipo de herramientas pueden servir al trabajador y no oprimirlo ni mediatizarlo (ella fue obrera, para experimentar por sí misma la opresión en el trabajo), sino permitirle pensar y resolver problemas. Una sociedad en que el ser humano pueda amar a su prójimo. Fue precursora de la idea de herramientas convivenciales de Iván Illich y también de las ideas de complejidad y antecedente de ecologistas y del descrecimiento.
La autora de La gravedad y la gracia desconfió siempre de la Bestia, como llamaba a las organizaciones, partidos de masas y Estados totalitarios, pues le tocó ver el franquismo, el nazismo y el fascismo, y combatirlos, y criticó tempranamente el estalinismo y a Trotsky.
En sus Escritos de Londres, publicados después de su temprana muerte, dos años antes del fin de la segunda guerra mundial, incluye una breve “Nota para la abolición de los partidos políticos.”
Le parece que no hay nada bueno que rescatar de los partidos políticos. Son máquinas de fabricar pasiones, de anular el pensamiento: el de cada cabeza individual, pues para Weil no existe pensamiento colectivo, eso es ideología. Cuando alguien ya no piensa como Pedro, Juan o María, sino como demócrata o republicano, socialdemócrata o demócrata cristiano, socialista, conservador o liberal, etc., entonces ya no piensa, sólo regurgita consignas: somete su cerebro a una casta de mandarines que le dan un credo ya hecho.
Todo partido es tendencialmente totalitario, solo lo limita el totalitarismo de los otros partidos. El ideal de un partido es que todos sus opositores terminen en la cárcel y, en tiempos álgidos, en la guillotina.
Para decirlo en términos de Iván Ilich, los partidos ya no son herramientas convivenciales, sino que se han hipertrofiado: se han vuelto fines en sí mismos, haciendo a los seres humanos medios para esos fines. Son el ser humano hecho para el sábado y no el sano sábado hecho para los seres humanos.
Simone Weil piensa que un mundo sin partidos políticos sería menos malo y menos opresivo.
El ideal roussoniano de la “voluntad general” (El contrato social) supone que los seres humanos generen consensos en los que se domestiquen las pasiones y se ponderen las razones. Pero entre masas apasionadas y fanatizadas no es posible eso. Incluso una minoría o una sola persona puede tener razón frente a esas masas apasionadas.
Podemos leer sus argumentos como la antítesis de la propuesta de príncipe colectivo de Antonio Gramsci, cuyas ideas positivas de mito, de pasiones y de hegemonía pueden ser usadas por líderes bonapartistas y movimientos de masas totalitarios.
¿Será posible crear una organización de nuevo tipo, en la cual lo colectivo no sofoque a las personas de carne y hueso? ¿Una organización que nos dé la ventaja de la fuerza colectiva y el consenso, sin su cuota amarga de fanatismo, intolerancia, totalitarismo y opresión de los que piensan con su propia cabeza (los herejes, los rebeldes, los heterodoxos)?
La solución que da esperanza a Simone Weil es su idea de la gracia divina, pero (poniendo entre paréntesis el debate interminable sobre la existencia o inexistencia de Dios), ¿podemos inventar y crear, construir, organizaciones de nuevo tipo, convivenciales, que no anulen la autonomía humana, sino que sean parte de las raíces de una humanidad menos opresiva y menos oprimida?
Además, el tiempo apocalíptico que vivimos nos urge: o nos salvamos como un nosotros, un sujeto colectivo autoorganizado, o nos vamos hundiendo en el caótico y egoísta “sálvese quien pueda”.
Probablemente Simone Weil hubiera visto con simpatía que seamos juntos algo mejor y no “la Bestia”. ¿Quién dice “yo” y también “nosotros”?