Por Javier Hernández Alpízar
Al compañero Ángel Contreras Pérez, in memoriam.
Hace 500 años, Nicolás Maquiavelo sintetizó en un breve volumen la habilidad práctica de los gobernantes para hacerse del poder y ejercerlo monopolizando astutamente la fuerza. En el siglo XIX, Carlos Marx hizo el análisis de cómo el desgaste y vaciamiento de fuerza y dirección de las clases y partidos en lucha, en un periodo revolucionario o caótico, permite el ascenso de un hombre providencial a dictador que empuja el interés general burgués como interés “nacional” (bonapartismo).
Pero ¿cómo ejerció el poder el dictador y populista emperador Napoleón III (Luis Bonaparte) después del golpe de estado analizado por Marx en el 18 brumario? Un periodista crítico describió el modo personal de gobernar del dictador Luis Bonaparte en el libro Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu. Maurice Joly intentó evadir la censura y la represión del dictador mediante un subterfugio literario: En un infierno, como el que nos hizo imaginar Dante Alighieri, los grandes del pensamiento pueden coincidir y conversar. De esa manera el barón de Montesquieu (Charles Louis de Secondat), autor de El espíritu de las leyes y defensor de una idea de república democrática en la cual existe la división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial, que modernizan la monarquía y la representación de la nobleza y el pueblo, separando quién hace las leyes, quién las opera y quién decide su constitucionalidad) puede conversar con el diplomático del siglo XVI y autor de El Príncipe, leído y asumido por Maurice Joly como manual para tiranos y dictadores.
Joly no logró escapar de la censura y la represión, fue preso de la dictadura, como en el siglo XVI lo fue Maquiavelo y en el siglo XX Antonio Gramsci, en las mazmorras de la Italia fascista. El libro de Maurice Joly casi se perdió, dando lugar a un plagio y falsificación en los apócrifos Protocolos de los sabios de Sión, pero en el siglo XX fue reencontrado, vuelto a publicar y apreciado por lectores con nuevas experiencias de autoritarismos. Dice Fernando Savater que un español puede leerlo y ver reflejado al dictador Francisco Franco y un mexicano podría ver retratado a Gustavo Díaz Ordaz.
En la ficción de Maurice Joly, Maquiavelo en el infierno se ha enterado de la historia de Europa hasta un periodo más actual que Montesquieu. El florentino sabe del golpe de estado y la dictadura de Luis Bonaparte. Montesquieu lo ignora y piensa además que el desarrollo democrático de los países de Europa occidental, incluida Francia, es irreversible. Un dictador maquiavélico es, para el francés, un anacronismo imposible en sociedades donde los ciudadanos vigilan al poder contando con leyes, división de poderes, derechos ciudadanos e instituciones liberales, como la libertad de expresión y de prensa.
Sin revelarle lo que sabe de la dictadura de Napoleón III, y jugando a hacer una descripción teórica de cómo se puede ser dictador simulando ser democrático e incluso en nombre del pueblo, Maquiavelo cuenta cómo Luis Bonaparte dio su golpe de estado y, sobre todo, cómo fue un dictador con piel de republicano.
El arte autoritario del líder maquiavélico y bonapartista consiste en conservar las apariencias e instituciones de la república democrática, pero vaciándolas de contenido, modificando su dinámica y haciéndolas funcionar no al servicio del control ciudadano, sino al servicio de la centralización de poderes en el dictador.
Bonaparte legitima su golpe de estado en las urnas, inicia un régimen plebiscitario que constantemente apela al pueblo, a la popularidad del gobernante, a las urnas, mientras va quitando facultades a los otros poderes y concentra en sí mismo las facultades de hacer leyes, hacerlas operar y decidir su constitucionalidad, dejando en las instituciones a meros personeros que se sujetan al poder ejecutivo como sus empleados y dan formalidad a lo que el príncipe dicta.
El príncipe prospera mostrando una gran habilidad para manipular a los ciudadanos por medio de sus pasiones, apelando a un pasado glorioso, a grandes obras (modernizaciones como la de París y megaproyectos como el canal de Suez), al militarismo y las guerras en el extranjero, a otorgar títulos nobiliarios y tener una amplia burocracia, incluida una gran nomenclatura intelectual y muchos periodistas trabajando para él, una multitud de espías y soplones, falsas conspiraciones inventadas desde el poder, medidas represivas draconianas, pero una imagen de patriota y defensor del pueblo. El pueblo es bombardeado con propaganda patriotera y con la constante comparación de las bondades del gobierno actual con los errores y males de los anteriores. Además, Bonaparte exalta el pasado glorioso de su pueblo, usa su “linaje” y el prestigio de Napoleón entre el pueblo campesino.
El dictador vuelve su imagen omnipresente poniéndola en las monedas, de modo que hasta sus malquerientes tienen que aceptarla. Tiene control de los medios de comunicación, en ese tiempo los periódicos, haciendo aparecer que algunos critican cosas menores, pero nadie cuestiona el fondo de su proyecto de gobierno.
El príncipe logra igualar a la oposición con el crimen, dando el mismo trato a los presos por motivos políticos que a los delincuentes comunes, para que los ciudadanos los vean como vulgares delincuentes.
Explota exitosamente las enseñanzas de El príncipe: guarda las apariencias, pensando que los pueblos se conforman con las palabras y no saben de realidades, que no les importan los derechos, sino que no toquen sus bienes. Incluso la corrupción en el manejo del dinero, la logra ocultar si todos pregonan que es un gobierno honesto y transparente, en cuyas finanzas es imposible desviar un solo centavo.
Al principio Montesquieu intenta objetarle que el avance democrático es irreversible e incluso que la cultura capitalista, la industria, no permite las dictaduras. Maquiavelo, en cambio, usa los recursos de la sociedad moderna, capitalista e industrial, para construir la dictadura, ante la indiferencia e incluso con el apoyo popular. Piensa que el modelo de Montesquieu, al aceptar la soberanía popular, condena a los pueblos a oscilar entre el desorden por la tiranía de las masas y el orden de un dictador que todos terminan por aceptar para evitar el caos.
Maquiavelo se encuentra muy cómodo en el mundo moderno que Montesquieu considera democrático y se sirve de la parafernalia y burocracia estatal para construir un robusto autoritarismo, de tendencias totalitarias. Y lo hace escondiendo sus crímenes detrás del patriotismo, el nacionalismo, en nombre del pueblo y apropiándose todas las frases de la oposición, aunque vaciando las palabras de sentido y convirtiéndolas en meros nombres, una narrativa exitosa, en un reino de la fuerza.
Cuando se separan, Montesquieu pregunta angustiado en qué país ocurre todo eso y Maquiavelo lo deja ir sin saberlo, pensando sádicamente que luego se enterará de que es en Francia.
En la historia, el dictador Luis Bonaparte terminó siendo derrocado porque en la guerra franco prusiana fue derrotado por Otto von Bismarck y hecho prisionero. El pueblo francés se rebeló e instauró la tercera república. Derribaron la efigie de Napoleón.
Cada lector verá en ese modelo maquiavélico retratado al tirano de su país: el príncipe, bonapartista, maquiavélico, con piel de demócrata y el pueblo en los labios todo el tiempo. Muchas de las estrategias descritas por Maurice Joly son usadas por otros tiranos y dictadores en todo el mundo. En México, las dictaduras de liberales y de conservadores: Iturbide, Santa Anna, Maximiliano, Juárez, Porfirio Díaz, el priato, hasta la actualidad.
Las lecturas de El Príncipe, El 18 brumario de Luis Bonaparte y el Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu nos abren un panorama sobre el autoritarismo y su génesis en las condiciones sociales del mundo burgués, capitalista e industrial.
Será en el siglo XX, cuando paralelamente leen y escriben sobre Maquiavelo Benito Mussolini desde el poder de la Italia fascista y Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel, cuando el filósofo de la praxis proponga un Maquiavelo leído desde y para el pueblo, el príncipe moderno, encarnado en el partido o la organización proletaria.