Por Javier Hernández Alpízar
Leer a Nicolás Maquiavelo y repensar el poder, la sociedad, el Estado, la autoridad, la organización, la fuerza, la utopía, el proyecto de futuro.
Hace apenas 500 años, contemporáneo de la llegada de Cristóbal Colón y de Hernán Cortés a América, Maquiavelo soñó con la unificación de Italia. Apelaba a que los italianos dejaran de tener una mirada localista que los mantenía divididos, fragmentados, enfrentados entre sí, presas de las potencias europeas como España (Castilla) y Francia.
Apelaba a que los italianos revivieran la grandeza de la república romana y juntando sus fuerzas, solo con ejércitos propios, sin mercenarios, expulsaran a los bárbaros.
El sueño maquiaveliano de la unidad italiana se cumplió solo en el siglo XIX, con la lucha de revolucionarios italianos y con el concurso de Francia, entonces gobernada dictatorialmente por Luis Bonaparte, quien también apoyó a Maximiliano de Habsburgo en su fallida aventura para ser emperador en México. (Un megaproyecto de Luis Bonaparte era hacer un canal en el Istmo de Tehuantepec.)
Maquiavelo no vio realizado su sueño patriótico. Por el contrario, ya en vida comenzó su demonización por su libro El príncipe, leído como manual para dictadores y tiranos. Ese libro en el que, juntando las experiencias y observaciones personales con lo que de hecho practicaban los gobernantes de las ciudades estado italianas, las potencias europeas y, en el pasado, de Grecia, Roma e incluso ejemplos de la Biblia, Maquiavelo discurrió sobre el uso estratégico de la fuerza y la astucia para hacerse del poder y conservarlo, para gobernar y mantener la estabilidad y la unidad.
Los gobernantes han hecho toda la vida lo que Maquiavelo describe y sistematiza. En México, Maquiavelo sería casi un “etnólogo y estenógrafo del poder” o un escritor costumbrista que describe cómo han gobernado los emperadores, líderes, caudillos y presidentes, sexenales o casi “eternos”, liberales y conservadores.
Sin embargo, en Maquiavelo hay una tensión entre dos posturas aparentemente inconciliables: el autoritarismo, la fuerza y la astucia como virtud de un príncipe que domina a la fortuna y gobierna con mano firme y unipersonal, pero también el Maquiavelo republicano de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
Sin ánimo de forzar los textos, en un artículo publicado en la revista Dianoia, “Los dos discursos de Maquiavelo”, Luis Villoro explica que hay dos lógicas distintas en esos dos libros: la instrumental, en El principe, donde el problema es cómo encontrar los medios eficaces para ejercer el poder en un mundo regido por la fuerza. Esa lógica nada nos puede decir de los fines. Y por otro lado, en los Discursos, la lógica de perseguir un fin de bien o utilidad pública, la grandeza, independencia, autonomía y estabilidad, que no puede establecerse con la lógica meramente instrumental.
En sociedades con una gran igualdad social y sin corrupción, el mejor gobierno es la república, incluso el autoritarismo no será impuesto fácilmente porque el ideal de libertad está en la sociedad y querrán su libertad. La república es el gobierno menos opresivo porque predomina el pueblo, que no quiere oprimir a nadie sino no ser oprimido por la nobleza, la élite. Este es también Maquiavelo.
En cambio, en sociedades con grandes desigualdades y donde impera la corrupción, donde predomina la búsqueda del bien particular sobre el bien público, solo puede prevalecer el autoritarismo de un príncipe despiadado, astuto, que no se arredre para violar las leyes éticas, morales y religiosas. Siempre que el príncipe guarde las apariencias, que se haga temer, pero no odiar.
Probablemente era el caso de la fragmentada Italia, balcanizada y enfrentada, como el México independiente del siglo XIX.
Por ello Adolfo Gilly y Rhina Roux (ella, en su libro-tesis El príncipe mexicano) retomando a Maquiavelo y a Antonio Gramsci dicen que el estado mexicano se conformó como un príncipe, principalmente entre Benito Juárez y Lázaro Cárdenas, con su punto más alto en la expropiación petrolera. La estabilidad vino con el monarca sexenal con derecho a designar a su sucesor, príncipe a quien además favoreció el modo corporativo de enfrentar el capitalismo (New Deal en Estados Unidos, fascismos y socialismo real en Europa, estado de bienestar en varios países).
Luego el capitalismo mutó para enfrentar la crisis del estado de bienestar y el “neoliberalismo” desató una nueva acumulación por desposesión, una nueva “acumulación originaria”: privatizaciones, austeridad para los de abajo, acumulación para los de arriba, megaproyectos desarrollistas: despojo, ecocidio y etnocidio, extractivismo feminicida, guerra contra los de abajo (la IV guerra mundial contra los pueblos, dice el EZLN) y, en México, la balcanización del “príncipe fragmentado” (Roux).
En un intento de salir de ese desorden y violencia, el pueblo mexicano apelaría a su pasado autoritario, nostálgicamente idealizado, incapaz de organizarse para un modelo más democrático, buscaría un hombre providencial que saque adelante los intereses del capital, disfrazados de bien público, porque la burguesía es incapaz de imponer su interés general de clase por encima de los intereses de las facciones burguesas enfrentadas. Justo como analizó Carlos Marx para el caso del Luis Bonaparte en el siglo XIX.
León Trotsky pensó el caso mexicano viendo a Lázaro Cárdenas, con el concepto que, de Federico Engels en adelante, trató de sintetizar el análisis de Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte.
El concepto de bonapartismo aplicará para presidentes, dictadores, emperadores que figuran como hombres providenciales cuando entre los grupos sociales en lucha (clases, estamentos, partidos) hay un empate negativo, un desgaste que impide que uno de ellos se imponga y hegemonice.
Sin embargo, en México el príncipe no apareció con los emperadores, líderes, caudillos, dictadores y presidentes autoritarios de los siglos XIX, XX y XXI, el primero que fue maquiavélico, incluso antes de la primera publicación de El príncipe fue Hernán Cortés, Al menos eso dice Jaques Lafaye en Los conquistadores. Tenochtitlán fue derrotada militarmente, conquistada, arrasada y desaparecida bajo el peso de la ciudad, la sociedad y colonia novohispana. Pero en 1521 el ejército que la sitió y conquistó estaba compuesto por un español por cada 100 indígenas. El éxito de Hernán Cortés fue su habilidad político-militar para tejer alianzas con los pueblos indígenas que querían emanciparse del yugo azteca.
Aun antes de la publicación de El príncipe, Hernán Cortés fue maquiavélico.
La derrota de Tenochtitlán como principado podría ser descrita con una cita del libro clásico de Maquiavelo. “Así mismo, quien se halle en un territorio tal debe, como se ha dicho, convertirse en jefe y protector de los naturales menos poderosos, y arreglárselas para debilitar a los poderosos del mismo, además de prevenir la menor contingencia que haga factible la entrada en el reino de un extranjero tan poderoso como él. Y es que siempre habrá quien, descontento por su mucha ambición o por miedo, lo llame en su ayuda”.
Por muchas razones, es útil y necesario leer a Maquiavelo desde México, apenas 500 años después. Los poderosos lo conocen incluso sin leerlo, aprenden de sus antecesores la técnica del poder autoritario.
Podemos leer, como dice Antonio Gramsci, que El príncipe está escrito para el que no sabe, es decir el pueblo, Los pueblos tienen mucho que aprender de Maquiavelo: no para oprimir a otros, sino para no ser oprimidos.