Hotel Abismo: Deja Vu: este partido de Estado ya lo padecimos antes

Por Javier Hernández Alpízar

A las buscadoras y al Centro Prodh, semillas de dignidad para un México futuro

La formación del Estado mexicano contemporáneo como “Príncipe” es la aportación de la politóloga Rhina Roux en que nos basaremos aquí para introducir un matiz: el Estado mexicano pasó de hegemónico a Estado autoritario, en un proceso que fue del momento culminante de su consolidación como Estado (“Príncipe”) a su degradación como partido de Estado y el empuje social que exigió una “transición a la democracia”, exigencia que equiparaba el autoritarismo del Estado mexicano (al menos desde 1968 al 2000) con las dictaduras latinoamericanas.

Partido hegemónico

Primero expliquemos la consolidación del Estado mexicano como “Príncipe”, categoría que usó Rhina Roux, basada en Maquiavelo, Antonio Gramsci y Adolfo Gilly, para explicar cómo el Estado mexicano se consolidó entre el triunfo de la república liberal del siglo XIX contra la intervención francesa (1867) y el gobierno de Lázaro Cárdenas, cuando la expropiación petrolera (1938) representó el punto más alto de ejercicio de soberanía y de hegemonía del partido en el gobierno.

Dos transformaciones, la Reforma y la Revolución Mexicana, consolidaron una hegemonía capitalista, burguesa, pero en cuya formulación constitucional el Estado mexicano se vio obligado a incluir demandas de las clases subalternas que participaron activamente en las guerras y procesos revolucionarios: soberanía del Estado sobre el territorio (y por encima de la propiedad privada), ejido, derechos laborales, derechos sociales, ejido, laicismo e incluso el nacionalismo.

En este periodo (1917-1967), las sucesivas transformaciones del partido en el poder: Partido Nacional Revolucionario (PNR, Plutarco Elías Calles, 1929), Partido de la Revolución Mexicana (PRM, Lázaro Cárdenas, 1938), Partido Revolucionario Institucional (PRI, Manuel Ávila Camacho,1946), representaron una hegemonía en el seno del Estado, en el sentido gramsciano de hegemonía: no una mera dominación, sino una “fascinación y prestigio” aceptados activamente por amplios sectores de la población porque representaban la incorporación de demandas populares (campesinas, obreras); porque tenían una legitimación económica: el beneficio de la industrialización, especialmente durante la segunda guerra mundial, que permitió una mejora en sectores urbanos y acceso ciertos derechos y servicios para algunos sectores de la población (salud, educación, pensiones); un periodo de relativa paz en el que la represión fue selectiva y no afectaba a todos los sectores sociales; un imaginario patriótico alimentado con imágenes míticas (en el sentido movilizador que le da Gramsci), como el nacionalismo revolucionario, el “milagro mexicano” y el México moderno.

En su libro El príncipe mexicano, Rhina Roux señaló que esa estabilidad de México, en lo económico, lo social y lo político, se dio en el momento en que el capitalismo buscaba soluciones corporativas o con intervención del Estado a la crisis capitalista, con matices que iban desde el New Deal en los Estados Unidos hasta los fascismos en Europa, entonces en México el Estado fue nacionalista y corporativista.

Sin embargo, después de Lázaro Cárdenas, se acabaron los coqueteos con el socialismo y comenzó la modernización encabezada por empresarios como Miguel Alemán. El discurso nacionalista se fue acartonando y diluyendo cuando ya no había expectativas económicas que hicieran desestimar la falta de democracia.

Partido autoritario

El estado de bienestar entró en crisis a nivel mundial, y comenzaron los violentos experimentos neoliberales con los golpes de Estado militares en el Cono Sur (Chile, Argentina, Uruguay…), y luego en los países metrópoli, como el tatcherismo en Reino Unido y el reaganismo en los Estados Unidos. En México, el PRI perdió la legitimidad que le daban la estabilidad económica y la esperanza de progreso o movilidad socioeconómica, entonces los ciudadanos ya no perdonaron la falta de democracia electoral que durante sexenios habían pasado por alto.

Los últimos gobiernos “nacionalistas” como los de Díaz Ordaz, Luis Echeverría y José López Portillo ya fueron no gobiernos hegemónicos, sino gobiernos autoritarios y represivos, prestos a usar a las fuerzas armadas para aplastar descontentos: las represiones a huelgas de médicos, ferrocarrileros, maestros, con presos políticos y tortura; el inicio de la lucha armada con el asalto al cuartel Madera, (Chihuahua, 1965) y los focos guerrilleros de los sesenta, los setenta y los ochenta; las masacres de 1968 y de 1971; la guerra sucia en Guerrero y en todo el país, con vuelos de la muerte en México antes que los que después horrorizaron en el Cono Sur.

Un sector de la población aceptaba con resignación que no había democracia, porque pensaba que no se podía derrotar al PRI, el cual era al mismo tiempo partido y gobierno, partido de Estado ya no hegemónico, sino autoritario, y contaba con el apoyo represivo de las fuerzas armadas.

Los partidos comunistas y socialistas eran clandestinos, hasta la reforma electoral de 1977. El Partido Acción Nacional (PAN), fundado en 1939 contra el proyecto nacionalista del gobierno encabezado por Lázaro Cárdenas, tuvo en ese periodo (años 40, 50, 60, 70) una lucha democrática y contrahegemónica, que luego traicionó sus principios democráticos al pactar con Carlos Salinas después del fraude de 1988 y luego al llegar al poder con Vicente Fox (2000) y hacer lo mismo que criticó antes al PRI, una elección de Estado, en 2006 para imponer a Felipe Calderón.

Ya desde los ochenta, México estaba endeudado y se vio obligado a firmar cartas compromiso con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), bajo el primer gobierno neoliberal, con Miguel de la Madrid (1982- 1988).

El periodo neoliberal que continuó con Carlos Salinas (1988-1994) y Ernesto Zedillo (1994-2000) desmanteló las bases políticas y legales que daban legitimidad al discurso nacionalista, puso fin a la esperanza de los campesinos de tener tierras ejidales (reforma al artículo 27 constitucional). Hizo énfasis en las reformas estructurales que implicaban privatizaciones y achicamiento del Estado.

Salinas buscaba obtener una nueva legitimidad con un nuevo discurso, ahora no nacionalista sino globalizador, modernizador, que equiparaba a la “perestroika” de Gorbachov, pero sin democracia.

Sin embargo, la lucha por democratizar al país que no cejaba desde antes incluso que el movimiento estudiantil de 1968 y continuó con sindicatos o disidencias sindicales, el movimiento urbano popular, movilizaciones y resistencias universitarias y estudiantiles, y en la clandestinidad con los grupos armados, e incluso con una ejército indígena que se fundó en Chiapas el 17 de noviembre de 1983. El alzamiento zapatista en 1994 dio la puntilla a la pretensión de construir una nueva hegemonía priista con el Tratado de Libre Comercio.

El triunfo electoral de 2000 no fue de izquierda porque el Partido de la Revolución Democrática (PRD) se negaba a incorporar a los luchadores de izquierda a sus candidaturas y liderazgos, pues prefería ir incorporando a viejos cuadros priistas, y dejó que un Cuauhtémoc Cárdenas cada vez más gris cayera desde haber ganado la elección de 1988 hasta representar el voto “no útil” frente a la hegemonía neoliberal del empresario que decía no venir de un partido y traer una nueva forma de política radicalmente anti priista, Vicente Fox.

El neoliberalismo foxista fue fuertemente cuestionado por movilizaciones como la Marcha de la Dignidad Indígena, Marcha del Color de la Tierra (2001). A nivel latinoamericano y mundial ya era cuestionado el neoliberalismo como “solución” a las crisis capitalistas. Tras la crisis de 2008, resurgió el espectro de Marx y su anticapitalismo. El “triunfo del capitalismo” no trajo ni la paz ni un mundo unipolar bajo la hegemonía estadunidense,

En México, el Príncipe se fragmentó, dijo Rhina Roux. Los gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón no lograron estabilizar una hegemonía neoliberal, y en los estados predominaron los feudos priistas. La violencia militar y criminal que comenzó oficialmente en Michoacán en 2006 (y que en realidad había iniciado antes en Atenco) era signo de que ya no hay hegemonía sino autoritarismo desnudo.

Reconstitución del partido hegemónico y peligro de restauración autoritaria

La falta de organización de la izquierda social y el desdibujamiento cada vez mayor del PRD, que se aproximó al PAN y el PRI y finalmente se desfondó y dividió para dar paso a un nuevo partido controlado por el candidato carismático (Morena), dejaron lugar a que en lugar de buscar un paso adelante, no solo postneoliberal, se impusiera la nostalgia del partido hegemónico y el nacionalismo revolucionario, olvidando que esos polvos hegemónicos nos llevaron a aquellos lodos autoritarios.

Que la oposición sea hoy impotente para formular una alternativa a la narrativa oficial, y una supuesta opción la intentaran – fallidamente– con otro candidato de discurso empresarial modernizador vacío de ideas como Samuel García, muestra hasta qué punto se reconstituye una hegemonía estatista sin mucha creatividad social. La ex izquierda acepta muchas cosas que criticó cuando era oposición, como la impunidad por los crímenes de la guerra sucia e incluso el maquillaje de cifras de personas desaparecidas. Los discursos críticos son acallados con palabras mordaza como “conservadores”, adversarios” y “defensores de la corrupción”.

La experiencia debería enseñarnos que las hegemonías no son para siempre y que la construcción de rutas únicas lleva a la erosión del componente hegemónico y la desnudez del componente autoritario. A diferencia del partido hegemónico de los años 20 a los 60, en los últimos cuatro sexenios (2006- 2023) ningún partido en el gobierno ha podido construir la paz social, a lo más, han elaborado débiles e inconsistentes justificaciones del fracaso.

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