A José de Jesús Maldonado García SJ, Chuche, fundador del Centro Prodh, in memoriam
En una tentativa de estimar la aportación del alzamiento zapatista en Chiapas del 1 de enero de 1994 a la historia reciente del sistema político mexicano (la relación entre autoridad y sociedad, agentes, instituciones y normas, en este caso electorales, de maneras de compartir el poder político), apuntaré algunos cambios en el sistema político en tres periodos recientes: antes de 1968, entre 1968 y 1994 y luego el sistema posterior a 1994. Expondré en un orden de lógica política más que cronológico.
En respuesta al alzamiento zapatista, el gobierno de Zedillo se vio forzado a conceder una reforma electoral, los “Acuerdos de Barcelona”, en 1995, que incluyó al Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) en el gobierno (antes monopolizado por el Partido Revolucionario Institucional- PRI), pero cerró el camino a otras formas (ciudadanas, organizativas, autónomas) de participación e inclusión. Por otro lado, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el movimiento indígena y social nacional, en el año 2001, bajo el foxismo, no lograron que fueran aprobadas las autonomías indígenas como formas de derecho al territorio que les permitieran defenderse de la actual acumulación militarizada.
El año 1968 fue crucial en el mundo, Emmanuel Wallerstein lo ha llamado una “revolución”. En México, transformó las mentalidades rompiendo con un conformismo que aceptaba la legitimidad del autoritarismo priista porque le atribuía estabilidad, paz social, industrialización, modernización y un cierto crecimiento económico que los defensores del sistema llamaron “milagro mexicano”. Una gran masa de mexicanos aceptaban que las elecciones fueran un ritual vacío de contenido, expectativas o sorpresas a cambio de cierta mejoría económica limitada a lo urbano; concentrada en unas pocas ciudades como México, Monterrey y Guadalajara, y en ciertos sectores sociales como los trabajadores al servicio del estado y una incipiente clase media, pero a costa del empobrecimiento del campo y de capas urbanas más vulnerables.
El presidencialismo mexicano no consistió solamente en el predominio del poder ejecutivo por encima de los poderes legislativo y judicial, sino en una suerte de monarquía sexenal concentrada en sus poderes “metaconstitucionales”: el poder ejecutivo legislaba, usando a los diputados y senadores como sus empleados, nombraba a los titulares del poder judicial y los avasallaba. El partido de Estado, el PRI, era el único instituto político que realmente contaba. La oposición era simbólica e impotente, limitada casi únicamente al PAN. La Secretaría de Gobernación, mediante su Comisión Federal Electoral, organizaba las elecciones, que ganaba siempre el PRI.
Los mexicanos tenían, más que de ciudadanos, una mentalidad de súbditos, formada a lo largo de tres siglos de virreinato novohispano y en el temor a la guerra e inestabilidad, y sus consecuencias, vividas en el siglo XIX e inicios del siglo XX. El autoritarismo mexicano fue la forma mexicana de “Príncipe”, en el sentido maquiavélico- gramsciano que lo usan Adolfo Gilly y sobre todo Rhina Roux.
En un inicio la consolidación de un partido dominante y hegemónico y de un presidencialismo sin contrapesos sirvieron para lograr estabilidad y relativa paz social, aunque sea a costa del sacrificio de movimientos sociales opositores reprimidos por el ejército, como los jaramillistas, los guerrilleros que asaltaron el cuartel Madera, en Chihuahua, los focos guerrilleros urbanos de los años setenta y ochenta, las guerrillas campesinas de Guerrero: Lucio Cabañas y Genaro Vázquez; la represión a sindicatos de médicos, ferrocarrileros y algunos otros, e incluso la incursión militar en lugares donde “por error” ganaba la oposición. Sin embargo, desde los años setenta, la crisis mundial del “estado de bienestar” alcanzó también a México y la legitimidad por estabilidad económica empezó a erosionarse, vinieron los años de “crisis”.
Parteaguas histórico, la de 1968 no fue la movilización de los sectores más pobres, sino de los más ilustrados: los estudiantes se movilizaron inicialmente contra la represión policiaca y crecieron masivamente enarbolando banderas de democratización y, diríamos ahora, “derechos humanos”: castigo a represores, disolución del cuerpo represivo de antimotines, liberación de presos políticos. Es triste constatar que en 2023, 55 años después, las fuerzas armadas siguen impunes por ese crimen y otros, e incluso son más poderosas aún. Los represores quedaron impunes por la inexistencia de justicia transicional en 2000 (Fox) y en 2018 (López Obrador), y siguen habiendo presos políticos y de conciencia, zapatistas y magonistas entre ellos.
La agresión militar del 2 de octubre, una masacre y crimen de Estado, paralizó la movilización en las calles, pero no pudo detener la revolución de las conciencias que se expresó de diversas maneras, por la vía armada en una tradición de lucha que abarca décadas, en movimientos estudiantiles, sindicales, de colonos, de mujeres e indígenas. Algunos momentos en que esa fuerza social se expresó fueron, como solidaridad, tras el sismo de 1985 en la ciudad de México; como protesta postelectoral, después del fraude de 1988; con el derribamiento de la efigie del conquistador Diego de Mazariegos, durante las polémicas conmemoraciones de los 500 años de la llegada de Colón a América, derribamiento realizado por indígenas mayas en San Cristóbal de las Casas, Chiapas en 1992.
Después de 1968, el gobierno priista, el partido de Estado, en una estructura autoritaria que no distinguía entre PRI, gobierno, Estado y patria (los colores de la bandera mexicana en el escudo del PRI) fue perdiendo consenso y enfrentando una creciente rebelión electoral y social. Para tratar de ganar legitimidad con las elecciones, sacó de la clandestinidad al Partido Comunista en el sexenio de López Portillo, quien estuvo solo en la boleta electoral de la elección de rutina que lo llevó al poder, porque esa elección el PAN boicoteó el proceso no participando, para evidenciar la ausencia de elecciones verdaderamente democráticas.
Como muchos países que intentaron salir de la crisis del estado benefactor, y por una subordinación mediante cartas compromiso, impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, por ser un país con alta deuda externa, desde Miguel de la Madrid (1982-1988), el gobierno comenzó a implementar el achicamiento del Estado en economía, aunque no así en su poder político y militar. El llamado “neoliberalismo”, que ha causado estragos sociales incluso en los países metrópoli como Reino Unido y Estados Unidos, en México comenzó a aumentar la ya de por sí vasta desigualdad económica. Parte de la clase política priista intentó rebelarse en la elección de 1988, pero el sector dominante impuso la continuidad neoliberal con Salinas de Gortari. El actual titular de la Comisión Federal de Electricidad, Manuel Bartlett, entonces titular de Gobernación, apareció en pantalla de televisión (Televisa) avalando el triunfo del candidato priista y la “derrota” electoral de Cárdenas.
El sexenio inició con un gran descrédito de Salinas por el fraude, pero el presidente impuesto resultó un hábil operador: negoció el apoyo del PAN; impulsó una reforma modernizadora en lo económico (la “perestroika” mexicana, pero sin “glasnost”: neoliberalismo sin democracia), cuya joya de la corona era el Tratado de Libre Comercio con América del Norte (México, Estados Unidos y Canadá). Al final del sexenio parecía que el salinismo había triunfado, pero en el mismo minuto que entró en vigor el TLCAN se produjo el alzamiento armado zapatista en Chiapas, sacudimiento que puso ante los ojos de México y del mundo la extrema pobreza, la injusticia y la falta de democracia en nuestro país.
Resultaron proféticas las palabras de González Casanova en La democracia en México: …“que la condición prefascista de las regiones que han perdido status amerita planes especiales de desarrollo para esas regiones; que las regiones con cultura tradicionalista, con población marginal considerable, sin derechos políticos, sin libertad política, sin organizaciones políticas funcionales, son los veneros de la violencia, y exigen para que ésta no surja esfuerzos especiales para la democratización y la representación -política- de los marginales y los indígenas y tareas legislativas, políticas y económicas que aseguren el ingreso de esa población a la vida cívica, la admisión e integración de los estratos marginales a una “ciudadanía económica y política plena”…
Los zapatistas declararon la guerra al gobierno mexicano priista de Salinas. Se proponían derrocarlo y llamaban a los mexicanos a alzarse, deponer a un gobierno ilegítimo por venir de un fraude electoral, ser corrupto y cancelar las legítimas demandas de los campesinos con la reforma constitucional en materia de ejido y reparto de tierras. En el actual sexenio se consolidó esa reforma salinista sobre la tierra. Los zapatistas llamaban a que en cada pedazo de México recuperado, los ciudadanos eligieran libremente su gobierno, al igual que libertad y justicia, reclamaban democracia.
Como la sociedad mexicana se movilizó ampliamente repudiando la violencia, aunque reconociendo la legitimidad de las demandas indígenas, y exigiendo un cese al fuego y diálogo de paz, el presidente Salinas se vio obligado a declarar un alto al fuego. El EZLN también aceptó la demanda ciudadana y, replegado, también hizo alto al fuego. Iniciaron los célebres diálogos en la Catedral de San Cristóbal, con la mediación del obispo Samuel Ruiz y con Camacho Solís como representante del gobierno salinista.
Los gobiernos mexicanos siempre han tenido una doble política respecto a la existencia y beligerancia del EZLN: públicamente ofrecen diálogo y paz, pero en los hechos continúan, y no han cesado un momento, el cerco militar y a partir del gobierno de Zedillo y hasta hoy, el cerco paramilitar, que como momento más trágico tuvo la matanza de Acteal. Cerco armado que hasta la fecha sigue, con organizaciones que actúan paramilitarmente como la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos- Histórica (CIOAC-H) y la Organización Regional de Cafeticultores de Ocosingo (ORCAO), ex organizaciones sociales cooptadas y paramilitarizadas.
Sin embargo, el diálogo dio frutos, con la inclusión de muchos pueblos y organizaciones indígenas, así como asesores intelectuales, en los Acuerdos de San Andrés, firmados en 1996 por el EZLN y la representación gubernamental zedillista, pero luego negados y traicionados por el propio Zedillo y después por el gobierno de Fox y las representaciones parlamentarias de PRI (Manuel Bartlett), PAN (Fernández de Cevallos) y PRD (Jesús Ortega).
Y en este punto, quizá más que con el alzamiento, podemos observar en retrospectiva el impacto del zapatismo en el sistema político mexicano. Esto en dos momentos históricamente articulados.
La reforma electoral que abrió la posibilidad de reconocer triunfos al PAN y al PRD, firmada en 1995 por estos partidos con el PRI-gobierno para dar oxígeno al sistema de partidos y cerrar la puerta a la participación política nacional de otras fuerzas, especialmente al EZLN.
La traición a los acuerdos de San Andrés y la aprobación de una ley en materia de derechos indígenas que negó a los pueblos, comunidades y organizaciones indígenas la calidad de sujetos con derecho a defender su territorio de lo que vendría después: el expansionismo capitalista colonizador bajo diferentes nombres como Plan Puebla-Panamá, Proyecto Mesoamérica, proyectos estratégicos como “Tren Maya” y “Corredor Interoceánico”, avanzadas del extractivismo capitalista que, acompañadas de la creciente militarización y una paramilitarización cada vez más siniestra, ahora con la participación del crimen organizado, destruye ecosistemas y el tejido social de pueblos y comunidades indígenas en el Sureste mexicano.
Del primer momento, podemos decir, sin negar que la apertura democrática electoral es resultado de las demandas y movilizaciones de la sociedad civil, que el alzamiento zapatista fue el catalizador que precipitó una reforma electoral que permitió la creación de un órgano electoral autónomo que organizara las elecciones, y ya no la Secretaría de Gobernación; así como condiciones para que fueran reconocidos los triunfos de los partidos diferentes al PRI y la elección del jefe de gobierno en la ciudad de México. Los triunfos de Cuauhtémoc Cárdenas (1997) en el entonces Distrito Federal y, en el 2000, los de Fox a nivel nacional y López Obrador en la capital mexicana fueron los frutos de ese pacto que cerró las puertas de la participación en la política partidaria y electoral a todo ciudadano que no lo haga mediante uno de los partidos registrados y a las organizaciones que no se subordinen a esos partidos. El pacto entre PRI (Zedillo), PAN (representado por Felipe Calderón) y PRD (primero representado por Muñoz Ledo y luego por López Obrador) es conocido como los “Acuerdos de Barcelona” por la calle en que tuvieron lugar.
Años después, ese pacto se selló nuevamente cuando, al desconocer los Acuerdos de San Andrés, los tres partidos aliados privaron a los pueblos indígenas de la posibilidad legal de defender su territorio de los megaproyectos del colonialismo interno y extractivismo que se desplegaron en los sexenios de Fox, Calderón, Peña Nieto y López Obrador.
La contrainsurgencia que operó en Chiapas desde 1994 se ha extendido por el país, pero con otros actores, no solamente las fuerzas armadas formales del gobierno mexicano, sino los grupos armados de la delincuencia que, de facto y mediante el miedo, abren camino a la colonización capitalista de los territorios mexicanos por nuevas formas de despojo, extractivismo y capitalismo.
En una frustrada transición a la democracia (excluidos el pluralismo y las autonomías desde su pacto tripartita fundador) el sistema político mexicano mostró su homeostasis: se abrió a que creciera la clase política con más partidos, empresarios y militares, pero se cerró a la participación social autónoma, arrinconando los proyectos que no se sujetan a las reglas de los partidos políticos. El núcleo del sistema sigue siendo leal a las reglas del juego: respeta los tratados de libre comercio, el puntal pago del servicio (intereses) de la deuda, los pactos de impunidad con el régimen priista reciente, la hegemonía de los Estados Unidos, el status quo de una clase política que viene desde el tiempo del priismo histórico (los Hank, el grupo Atlacomulco, Arturo Montiel), aunque se renovó con nuevos oligarcas bajo el salinismo (Slim, Salinas Pliego, Alfonso Romo) y puede asumir de nuevo las formas, estilos y hábitos del priismo nacionalista.
Es la homeostasis de un capitalismo que se envuelve de nuevo en los colores de la bandera nacional, al tiempo que a los territorios concretos del país los somete, refuncionaliza y subsume a la explotación capitalista y los abandona a la violencia criminal impune, desde al menos 2006 hasta 2023 y contando. La protección de los implicados del más alto nivel político y militar en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa es apenas el botón de muestra. El núcleo esencial de aparato político-empresarial-militar mexicano no se toca: García Harfuch, Cienfuegos, Bartlett y Peña Nieto, son algunos casos. Aunque la narrativa pregone un “cambio” verdadero, la autoridad reasume el autoritarismo previo a la “transición democrática” y logra que un gran sector de la sociedad olvide o abandone las demandas de democracia, autonomía, justicia transicional por los que luchó en los años setenta, ochenta, noventa y dos mil, conformándose con una promesa incierta de estabilidad y una paz social inexistente. Ni siquiera una paz social del tamaño de la lograda por el priismo histórico durante parte del siglo XX, aunque la retórica aproveche el recuerdo idealizado del “milagro mexicano” como años dorados del nacionalismo.
Esto se debe, en parte, a que los partidos hegemónicos dijeron sí a los Acuerdos de Barcelona y no a los Acuerdos de San Andrés. Ahora un partido dominante que tiende a ser hegemónico podría dejarlos incluso sin los Acuerdos de Barcelona.