Por Javier Hernández Alpízar
“Estamos realizando el recorrido que Jesús hizo a su calvario, es el mismo calvario que nosotros estamos viviendo con la desaparición de nuestros familiares”.
Colectivo AMORES de NL.
No vivimos en un país normal. Digámoslo primero como hipótesis.
Decimos que no vivimos en un país normal porque cuando una persona sale de su casa, y más si sale a carretera, puede no regresar, no ser vista jamás por sus familiares y amigos. Peligran personas de cualquier condición, pero el riesgo crece si se es joven, si se es niña, niño o adolescente, si se es pobre. Y es mucho mayor si se vive en una de las muchas zonas controladas de facto por la violencia organizada, por el orden crimi-legal.
No es normal un país donde hay más de 95 mil, casi 100 mil personas desaparecidas. No es normal un país donde hay más de 52 mil cuerpos, cadáveres de personas asesinadas por la violencia organizada, sin identificar. No es normal un país donde, si las autoridades se pusieran a hacer su trabajo y con todo el personal y recursos tecnológicos necesarios se dedicaran a identificar esos 52 mil difuntos, lo harían en 120 años, como dice el Comité contra la Desaparición Forzada de la Organización de las Naciones Unidas. No es normal un México donde ocurren impunemente 29 desapariciones diarias, 14 de ellas de menores de 18 años. Cuando decimos impunidad nos referimos casi al 100%. Y son sólo las desapariciones de mexicanos, porque no hay registro ni cifras de los migrantes desaparecidos en nuestro territorio.
Nos empeñamos en seguir creyendo que vivimos en un país normal: nos empeñamos en vivir, trabajar, ir a la escuela, querer ir a fiestas, reuniones, paseos o vacaciones. Quisiéramos creer que no existe esa violencia organizada y criminal. Quisiéramos creer que vivimos en un “estado de derecho” e incluso en una “democracia”. Sin embargo, ni bajo las peores dictaduras militares ni en países en guerra tienen cifras de muertes y desapariciones tan espeluznantes.
Nos dicen que no estamos en guerra ni bajo una dictadura, pero las víctimas y el dolor de su ausencia en sus seres queridos, hacen parecer que estuviéramos en un campo de concentración nazi. De hecho, nos hemos acostumbrado a noticias de desapariciones, masacres, fosas clandestinas, campos de exterminio.
El horror que padece este pueblo es tan grave, tan grande, el daño es tanto y, sin embargo, lo más grave de todo es la normalización, la sobreadaptación a la violencia (sin olvidar la complicidad de un no pequeño sector de la sociedad con esa industria de muerte).
Una señora del colectivo AMORES de Nuevo León opinó que la sociedad mexicana es indiferente y que no cambia su actitud hasta no padecer el daño en carne propia. Ojalá pudiéramos desmentirla con hechos, pero un defensor de derechos humanos me cuenta que, estando en el Plantón por los 43 normalistas de Ayotzinapa, una pregunta frecuente que tiene que responder es: ¿eres familiar de uno de los normalistas?
Mientras un gran sector de la sociedad siga pensando que el problema de la violencia y de los asesinatos y desapariciones es asunto de las víctimas directas y sus familiares, y que a él o a ella no le concierne, no habrá la conciencia ni la presión política que se necesita para obligar al Estado a poner fin a la violencia, los asesinatos y desapariciones.
México se ha vuelto el país en el que, como dice la canción: “la vida no vale nada”. Las personas en este país son insumos, materia prima, medios para oscuros negocios del capitalismo en su orden crimi-legal.
Incluso el más férreo opositor a esta violencia ignora si al consumir productos legales y hacer transacciones perfectamente dentro de la ley y el orden está fortaleciendo el capitalismo crimi-legal.
Vivimos en un sistema-mundo en que lo más importante y valioso es el dinero, y ante él todo palidece y se vuelve un mero medio, un insumo: incluso la vida y la persona humana.
Extrememos la hipótesis del “mundo normal” a un nivel utópico: un mundo donde no existen los derechos humanos y por tanto ni los defensores ni las organizaciones de derechos humanos. Y no existen porque nadie es víctima de esos crímenes, porque a todas las personas se les respeta su dignidad humana.
Este país no normal en que vivimos es donde la dignidad humana no se reconoce ni se respeta. Reinan, el poder del dinero y la violencia, a veces hipócritamente disfrazada bajo otros nombres, incluso “humanismo”.
Como en la canción de Charly García, “los amigos del barrio pueden desaparecer”, aunque no estemos formalmente bajo dictadura. Y sólo en la organización, la resistencia y rebeldía organizada queda la esperanza, digámoslo con Charly, de que los predadores se extinguirán: “pero los dinosaurios van a desaparecer”.
No es un buen orden aquel en el que la imagen que puede consolar a un sector del pueblo es el Jesús del calvario, el crucificado. Eso nos dice que vivimos bajo un imperio cruel de la violencia como el de la Pax Romana y sus cruces. No podemos resignarnos ni normalizarlo.