Escuché una vez a una académica contar cómo los colombianos se vieron obligados por su realidad a convertirse en “violentólogos”. Vivieran dentro o fuera de su país, fueran académicos, periodistas, investigadores, artistas, activistas, tuvieron que enfocar sus disciplinas a tratar de entender el fenómeno de la violencia y a tratar de proponer alternativas frente a ella.
Otra académica del mismo país explicó que las radios comunitarias, en medio de todos los ejércitos y grupos armados, no hablaban de la guerra, porque dijeran lo que dijeran se echarían encima a un ejército incómodo con su versión del conflicto armado.
Las radios comunitarias se dedicaban a promover la paz y la civilidad. Promovían activamente el diálogo y la resolución pacífica de conflictos entre grupos populares y sociales. Hacían de mediadoras en algunos casos. Pero sobre todo, promovían que las niñas, niños y adolescentes no se desarraigaran. Procuraban que amaran su pueblo, su cultura, su vida civil.
Hacían talleres y convocatorias para que los jóvenes tomaran fotos, pintaran, dibujaran su entorno. Sin decirlo, procuraban que esas generaciones nuevas decidieran seguir siendo civiles y no se unieran a ningún grupo armado.
Promover una cultura de paz, no violencia, solución dialogada de conflictos, era su aportación para ir dejando atrás la violencia y la muerte que tenían ensangrentada a Colombia.
México hoy vive inmerso en una epidemia de violencia fratricida, feminicida, juvenicida, infanticida. Además de la pandemia, en la cual México es el país con más huérfanos por covid en el mundo, según The Lancet.
La psicóloga Leticia Cufré, quien había trabajado con víctimas de la guerra contrainsurgente en Centroamérica, reflexionó que si bien una vez creyó que con esas personas había visto ya los peores estragos de la violencia, en el México de principios de siglo y milenio apreciaba algo más grave: la sobreadaptación a la violencia.
Hoy asistimos a la normalización de las altas cifras de muertos, por la pandemia y por la epidemia de violencia, asesinatos, feminicidios, desapariciones.
El lenguaje de la guerra se ha vuelto hegemónico y lo usamos como lógica enloquecida para hablar de otras actividades humanas que se suponían diferentes a la guerra: la política, el comercio, los deportes.
Irónicamente, es un ejército el que está llamando a la cordura. Debe ser porque ellos conocen la guerra en carne propia, no la épica falaz de la propaganda, sino las muertes, los compañeros caídos, la resistencia cotidiana en medio de un cerco militar, paramilitar, político y mediático.
Posiblemente por ello, las y los zapatistas nos invitan a tomar partido no por uno de los hipócritas bandos de “liberales y conservadores”, de los victimarios de ayer y los de hoy, sino tomar partido por las víctimas y su derecho a verdad y justicia.
Solamente una organización que también es indígena, del CNI y vive rodeada de grupos armados criminales que les disparan y los asesinan, entendió pronto y contestó al llamado. Me refiero al CIPOG EZ.
Los demás seguimos en la vorágine en que nos ha puesto el régimen: o conmigo o contra mí.
Los zapatistas no han negociado, ni claudicado, no se han rendido ni se han vendido. Tienen un ejército propio y son la única autonomía en el país que podrían defenderse con las armas como ultima ratio, en caso de no quedar más remedio.
Vendrán a la ciudad de México a exigir los pasaportes y las credenciales del INE a que tienen derecho. Y van a Europa, donde centenares de organizaciones de abajo y a la izquierda los esperan para dialogar con ellos. En otros lugares del mundo, en donde la bipolaridad 4t vs anti4t no significa nada, comprenden mejor que la palabra zapatista es seria. No es por popularidad, es por la vida.
En México, la violencia ha generado desarraigo, resentimiento, rabia, obcecación. Irónicamente, entre los grupos más golpeados por esa violencia, los indígenas, es donde hay todavía pensamiento crítico, y capacidad de tomar distancia y hacer propuestas.
No es porque esos y esas indígenas tengan un naturaleza humana distinta: es que sus condiciones materiales, si bien de pobreza, son otras: autonomía, arraigo, autogobierno, seguridad en quienes son. No necesitan ostentar pureza ideológica o genialidad ante nadie: están seguras y seguros de su paso, de su organización y su lucha.
En el resto del país, cuesta mucho trabajo incluso entender lo básico, las verdades de Perogrullo.
“Hágalo porque tal vez, debajo de clasificaciones, banderas, escudos y consignas, usted es un ser humano.”
Tal vez dé temor buscar en uno mismo debajo de esos ropajes, “clasificaciones, banderas, escudos y consignas”, porque descubriremos que esos humanos que somos no son distintos de la víctimas de la violencia organizada o la pandemia de covid.
Pero si nos atrevemos a encontrar nuestro rostro y nuestro corazón debajo de ese traje que es la “personalidad”, y nuestra “filiación ideológica”, descubriremos no solo que somos humanos, como las víctimas y los familiares de las víctimas, sino también humanos como nuestros hermanos zapatistas, nuestros hermanos del CIPOG-EZ y del CNI.
Podemos estrechar sus manos con confianza, algo que no se puede decir de la clase política/empresarial/militar.