Por Javier Hernández Alpízar
La manera como la mercancía subyuga a su productor, el trabajador, la trabajadora, presentándose ella como un fin en sí misma, valiosa de por sí, deseable, velando su origen en el productor, tiene tal nivel de sofisticación que le sugirió a Marx las mistificaciones del pensamiento mágico-religioso.
Así como el ser humano es capaz de producir, de cualquier material — piedra, barro, madera, metal– seres imaginarios a quienes luego atribuirá todas las facultades psíquicas humanas –pensar, crear, desear, amar, odiar, condenar o perdonar– así la separación entre productor y producto hace aparecer a la mercancía tan plena de ser y valor como disminuido y deseante a su productor devenido en consumidor necesitado y anhelante.
La autonomía que adquieren la mercancía, el dinero, la esfera de la circulación, el capital financiero, la imagen de la riqueza, el capitalismo como imagen de abundancia, de plenitud y felicidad frente al productor empobrecido, genera la utopía, el falso misticismo, la espuria religión del capitalismo.
El fetichismo de la mercancía se vuelve el pasaje donde desea estar y moverse el paseante, como pensó Walter Benjamin, y el mundo de las mercancías se pone en escena como superproducción, como espectáculo, inagotable, siempre representando lo más atractivo, explicó Guy Debord.
La utopía del capitalismo es el mundo de las mercancías fetichizadas: el cielo en la tierra es una megatienda, un mall, con rebajas todo el tiempo y una tarjeta de crédito como varita mágica. El cuento de hadas es una narrativa exitosa de mercadotecnia: el cliente es el consentido, todas las mercancías son potencialmente suyas, el crédito (esa fe de la religión capitalista) es el alcahuete de los deseos del consumidor.
El cliente ideal, con crédito ilimitado, es el fastuoso traje nuevo del consumidor, bajo el cual se oculta la pobre desnudez del trabajador-productor explotado. Es el traje nuevo porque la mercancía es siempre la nueva por definición: su valor de uso es el glamour, un vaporoso vestido que disimula las formas de su verdadera sustancia, el valor de cambio que se autonomiza, que se convierte en proceso de valoración que subsume y subyuga al trabajador, a la trabajadora.
Cuando la voz del niño o de la niña señala que el emperador va desnudo, rasgando el velo de la ideología y mostrando la dolorosa o ridícula desnudez del productor expropiado, explotado, enajenado, reprimido, subsumido lo mismo en la producción que en el consumo, el sistema capitalista muestra las costuras, los zurcidos.
Para una mirada humana exterior a la enajenación y la alienación capitalistas, la utopía capitalista, el fetichismo de la mercancía, un gran dólar como bandera de la nación sin arraigo, es una utopía pobre, descarnada, deshumanizada, necrófila.
Pero es la utopía dominante y hegemónica: in dólar we trust, la mercancía es el non sancto grial del desarrollo, la explotación de las y los trabajadores y la destrucción de la madre naturaleza, la madre tierra.
Es una utopía que cuando pierde su falso glamour muestra un paisaje destruido como los cráteres dejados por el extractivismo criminal de la minería a cielo abierto o los cementerios de deshechos tecnológicos o los del petróleo.
Sin embargo, el canto de las sirenas de los aparadores, de los carteles, las revistas, los anuncios de la televisión o la web sigue mesmerizando al consumidor, la consumidora.
Y a pesar de ser tan pobre, frío y mortecino, el fondo de la utopía- mercancía del capitalismo, como las envolturas semidestruidas de una mercancía usada y botada a la basura, quienes defendemos la vida no tenemos hoy una utopía que oponerle. La decrepitud de la utopía burguesa, moderna, industrial, capitalista no tiene una utopía rival que le dispute las mentes y corazones.
Tenemos retazos de utopías, como restos de naufragios, de la clase trabajadora, las mujeres, los pueblos originarios, de quienes amamos la vida. Nos hace falta del arte de unir esos pedazos de utopía en una bandera inteligente, inteligible y deseable. Y con ella, plantarnos firmes frente al desfile de la sociedad de la mercancía fetiche como espectáculo a gritar que el emperador va desnudo.
Ante la ausencia de esa utopía, nuestros reclamos parecen abstractas, minoritarias, marginales denuncias frente a la utopía-mercancía revestida de consumo o de estado de beneficencia, que no benefactor.
La vida misma parece consigna romántica o poética frente al pensamiento subsumido por el prestigio de la utopía-mercancía. Quebrar la hegemonía del fetichismo no será posible mientras el trabajador no recupere su papel de productor y no meramente de consumidor. Comencemos por producir juntos colectivamente la utopía orientadora frente al becerro de oro de la religión capitalista.