Por Javier Hernández Alpízar
Esta conclusión no obedece a una sentencia de muerte al respecto de la supervivencia de los partidos, habida cuenta de que los más nuevos y originales no cumplen los objetivos que anunciaron. Sólo subraya cuán difícil es para los partidos políticos evitar su estatus de «parias», porque en general los ciudadanos los desprecian en casi todos los países.
Piero Ignazi.
Lo que Piero Ignazi hace en su libro Partido y democracia, El desigual camino a la legitimación de los partidos políticos es una radiografía, un diagnóstico de la situación actual de los partidos políticos en Europa. Sin embargo, mutatis mutandi, esa crisis se puede observar, con matices, en otros países, y desde luego en México.
El científico político, especializado en la comparación de instituciones y sistemas políticos, resume inicialmente el difícil camino de los partidos políticos desde su inicial rechazo generalizado por dividir, ser una parte, en su peor momento identificada con una facción, hasta, apenas en el siglo XX, ser aceptados en la posguerra como parte de una visión de la democracia representativa que se quiere necesariamente plural, y por ende, legitimada en un sistema de partidos competitivos.
Curiosamente, una visión holista y, en el peor de los casos, monista de la sociedad, de las sociedades en los Estados nación, que pone por encima una idealización de la unidad y la armonía, y que demoniza a la división y a las partes, no solamente rechazó inicialmente a los partidos políticos, sino que sigue existiendo, especialmente hoy en los populismos de derecha, los cuales identifican a la nación o al pueblo con una parte del electorado y lo quieren preservar de una maléfica pluralidad que podría incluir a los otros: el no–pueblo.
El camino de los partidos entre el inicial rechazo y su aceptación se complementa con un descenso de su legitimidad, una separación de las sociedades, de sus ciudadanos y electores, que aproximadamente es como sigue. Hablando de las líneas generales, que, desde luego, pueden tener detalles locales idiosincráticos.
Del inicial rechazo, hay históricamente un camino lentamente ascendente de aceptación y una consolidación, cuando el partido de masas troqueló la identidad o al menos la imagen que hoy todos tenemos de un partido político, con una identidad fuerte, ideológica, de partidos socialistas, comunistas y confesionales, como los demócrata cristianos.
Luego, previo a la Segunda Guerra Mundial, los partidos llegaron a identificarse con el todo (una parte se dijo el todo), con el fascismo de Mussolini, con los nazis y con el PCUS estalinista. Los partidos se asumieron como el todo: fueron totalitarios, asumieron el holismo y el monismo que antes les estorbaba.
En la posguerra, la legitimidad de los partidos en Europa creció con el mito de que resistieron al fascismo, aunque no fuera del todo cierto siempre, y por la necesidad de instaurar una democracia plural que previniera el ascenso de un nuevo partido totalitario. Llegó su legitimación: eran necesarios para una democracia plural.
Luego de un apoyo masivo inicial, el partido de masas se desdibujó por la pérdida de los clivajes tradicionales: proletarios/ burgueses, pobres/ricos, pueblo/elites ante el surgimiento de múltiples conflictos que enfriaron el apasionamiento y la identidad partidaria fuerte: socialista, comunista o confesional.
Entonces los partidos se volvieron “atrápalotodo”, buscando mantener su vínculo con una sociedad ya no polarizada entre un arriba y un abajo, o una izquierda o derecha definidos, sino atravesada por demandas de todo tipo (por ejemplo: el multiculturalismo), pero esta etapa no duró tanto, porque la separación entre partidos y sociedad (por ejemplo: los movimientos sociales) se acentuó.
El movimiento estudiantil, juvenil y popular mundial de 1968 es un punto de referencia: los partidos, especialmente los de izquierda comunista, socialista y socialdemócrata, fueron criticados y rechazados por su aburguesamiento y su acomodaticia posición de privilegio en el establishment. Muchos PC (partidos comunistas) se volvieron satélites de la URSS y muy torpes para percibir las demandas de sus sociedades nacionales. Aquí ya no se acusaba a los partidos por dividir, sino por ser en exceso conciliadores, conchabados en el “centro”, y no comprometidos ideológicamente: los ex socialistas ya solamente querían ser democráticos.
Siguió un proceso paradójico de crecimiento de poder y riqueza: perdieron recursos humanos: militancia, simpatizantes, pero ganaron financiamiento público. Sin embargo, se movieron precisamente en la dirección que se les criticaba: se volvieron dependientes de los Estados y del dinero del erario (ya no de las cuotas de sus miembros). Fueron más poderosos que nunca en cuanto a influencia y puestos de gobierno, pero incurrieron en los vicios de clientelismo (otorgando favores particulares a algunos: ingresos, empleos, puestos y cargos) y de patronazgo (vínculos con poderosos a quienes posicionaron en el gobierno).
Ya su dinámica está disociada de las demandas sociales. Se trata de los partidos cártel, no en el sentido del crimen, con el que es usual decir “cártel” hoy en México, sino de empresas de negocios políticos-económicos.
Además la televisión potenció la relación directa entre los líderes partidarios y los gobernantes con el público, sin posibilidad de respuesta o retroalimentación del espectador. Eso disminuyó la importancia de los cuadros medios del partido, que dejaron de ser correas de transmisión entre los líderes y las bases.
Surgieron entonces, a fines del siglo XX, una generación de partidos verdes que pidieron retomar la relación democrática con las bases y, por la derecha: los populismos neofascistas y etnicistas. Ambos cuestionaron a los partidos realmente existentes (partidos cartel, que trataban de parecer aún de masas) desde la izquierda y la derecha, pero no lograron influir lo suficiente para cambiarlos.
Actualmente, algunos partidos, como el Movimiento 5 Estrellas griego o Podemos en España, han incluido a sus militantes con medidas laxas como afiliaciones por internet y temporales, para participar en plebiscitos intrapartido. Eso animó un poco la vida intrapartidaria, pero no lo suficiente para remontar el desprestigio de los partidos, que aún son cuestionados por estar demasiado insertados en el establishment y alejados de la sociedad.
Ante el enfriamiento de la conexión entre los partidos políticos y la sociedad, los ciudadanos y movimientos sociales han tratado de implementar otras formas de participación política: se ha hecho énfasis en la “democracia directa”, con propuestas de referéndum, pero no hay deliberación sino que se pone una pregunta desde arriba y sólo se puede contestar: sí o no. Entonces no es un referéndum sino un plebiscito: y eso favorece la manipulación por líderes carismáticos o dirigencias poderosas. Recordemos el “cesarismo plebiscitario” que se conocía desde tiempos de Gramsci.
Esta relación vertical entre mando y bases, sin mediación partidaria ni institucional, es perfectamente funcional con el individualismo neoliberal, exacerbado en la llamada “sociedad líquida” (Bauman). No favorece la interacción y deliberación colectiva, pero empodera a los líderes.
Otros han procurado promover una democracia deliberativa, pero con militancias que se afilian por internet y sin reuniones presenciales, la vida interna de los partidos no se democratiza. No hay discusión colectiva sino participación individualizada.
Ante esta debacle de los partidos, los ganadores son los populismos de derecha que agitan pasiones como el odio, la fobia y el miedo a lo diferente étnica y culturalmente: patrioterismos y nacionalismos chauvinistas, xenófobos y racistas, anticomunistas y macartistas.
Piero Ignazi dice que la mayoría de los europeos no conciben la democracia sin los partidos políticos, pero los ven como un “mal necesario”.
En México hemos conocido un idiosincrático partido de masas hegemónico (PRI) que perdió legitimidad y tuvo que aceptar el pluripartidismo: los partidos pasaron rápidamente de partidos de masas (o que aspiraban a serlo) socialistas y confesionales, a los partidos atrápalotodo y luego partidos cártel, dependientes del financiamiento del Estado: El desprestigio hizo ascender los liderazgos mesiánicos populistas, dos fallidos: Cárdenas y Fox, y luego uno exitoso: Obrador.
Ante el desprestigio de los partidos y su hundimiento en una crisis que no parece tener fin, algunos se han refugiado en el nombre de “movimientos” y, sobre todo, en la teología política populista: la unidad indisoluble líder pueblo (herencia del fascismo) y una unidad que se quiere holista y monista, excluyendo al no-pueblo, que en México es mayoría: 122 millones de mexicanos menos 35 millones de votos por el gobierno. Son 87 millones de no-pueblo, por no ser gobiernistas.
Tal vez los partidos en México ni siquiera son percibidos como un “mal necesario” sino como perfectamente amputables, para mayor gloria del populismo en ascenso. Ya se ve que la historia europea es como un espejo en el cual nos vemos, aun con rasgos diferenciadores.
¿Puede haber otra forma de hacer política democrática (disculpen el pleonasmo, pero el autoritarismo no es política sino administración) o estamos ante un holismo-monismo aspirante a totalitarismo o tecnofascismo?
Piero Ignazi, Partido y democracia, El desigual camino a la legitimación de los partidos políticos, Alianza Editorial, Madrid, 2017.