Por Javier Hernández Alpízar
“La voluntad del líder primero transforma a los otros en un grupo de seguidores, y de ese grupo de seguidores surge la comunidad. Su sacrificio y servicio se desprende de este vínculo vital, no de la mera obediencia y fuerza de las instituciones.”
Martin Heidegger, Naturaleza, historia, Estado.
En la sociedad mexicana, la concentración del poder en un solo hombre, caudillo, hombre providencial, figura de emperador, dictador u hombre fuerte, se consolidó en el presidencialismo del siglo XX que aparentemente se había debilitado desde el año 2000, pero que después de 2018 se ha rehabilitado con enorme fuerza en la figura de Andrés Manuel López Obrador.
Comprender este resurgimiento de un presidencialismo autoritario no solo en el contexto histórico mexicano, sino en el de los análisis del autoritarismo moderno de Maquiavelo-Gramsci y Marx, puede ayudarnos a caracterizar el caso mexicano y al mismo tiempo encuadrarlo en la cultura política moderna de Occidente.
En un primero momento, es posible explicar los rasgos del presidencialismo de AMLO a partir del concepto “príncipe”, retomado de Nicolás Maquiavelo, a través de Antonio Gramsci, por Adolfo Gilly y Rhina Roux.
Rhina Roux es una politóloga mexicana, quien, en su tesis de doctorado publicada después como libro con el título El príncipe mexicano, explicó que el Estado mexicano se consolidó como “príncipe” con los años de hegemonía del PRI, un sistema con un partido hegemónico y un poder ejecutivo que no tuvo como contrapesos a los poderes legislativo y judicial, sino que los subordinó.
El titular del ´poder ejecutivo fue al mismo tiempo presidente y jefe supremo de su partido. Esta situación fue un resultado de las luchas internas que la élite mexicana tuvo durante el siglo XIX y de la participación de las clases subalternas en las diferentes guerras en nuestro país (independencia, reforma, revolución mexicana), de manera que la burguesía tuvo la hegemonía — mediante un Estado autoritario que la subordinó incluso a ella–, pero se vio obligada a retomar algunas demandas de las clases subalternas: el ejido y la reforma agraria, por ejemplo.
El presidencialismo obradorista retomó del priismo el autoritarismo del Estado mexicano- príncipe, especialmente el “nacionalismo revolucionario” y sus símbolos, como la soberanía sobre el petróleo, la energía eléctrica, etcétera. Este discurso nacionalista se reforzó recurriendo a figuras históricas fetichizadas como las de Lázaro Cárdenas, Madero, Juárez e incluso un mítico México antes de México en los “aztecas”.
Con esa narrativa, puso en marcha un proceso para reconstruir el autoritarismo con una legitimación ideológica nacionalista.
El otro concepto que podemos retomar es el de “bonapartismo”, que marxistas como Engels, Lenin, Trotsky y Gramsci acuñaron para sintetizar el análisis que hizo Karl Marx del golpe de estado que llevó al poder a Luis Bonaparte, quien se impuso como dictador y luego como el emperador Napoleón III en la Francia del siglo XIX, contemporáneo, e incluso apoyo, de la intervención francesa en México.
En El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, el análisis de Marx parte de la lucha de clases. El proletariado francés, parisino, fue derrotado por una represión militar y luego nuevamente sufrió sucesivas derrotas, al aliarse a los sectores medios –republicanos– de la Asamblea Nacional francesa.
En el proceso, la burguesía se mantuvo unida en el partido del orden, al ir derrotando a las clases subalternas. Sin embargo, había en su interior una división entre la burguesía terrateniente y la burguesía industrial y financiera. Ya derrotadas las clases subalternas, afloró su división y su incapacidad para permanecer unidas en el poder.
Luis Bonaparte, un personaje al principio marginal, fue ascendiendo ante la incapacidad de las clases en el poder de imponer su dominio y la imposibilidad de las clases subalternas reprimidas y derrotadas de asumir el poder. En medio de ese vacío, Luis Bonaparte encabezó el golpe de estado militar que lo llevó al poder dictatorial.
En México, el sistema presidencialista autoritario fue siempre bonapartista: el partido único (PNR-PRM-PRI) asumió el poder que la burguesía mexicana era incapaz de hegemonizar e impulsó el capitalismo desde el Estado haciendo pasar el interés capitalista por “interés nacional”, como Napoleón III en Francia.
Entre 1982 y 2018, transcurrieron años de crisis y violencia que se recrudeció con el neoliberalismo, el crimen y la militarización. A la postre, emergió la incapacidad de una burguesía que ya había agotado sus representaciones más directas (gobiernos del PRI y el PAN), al tiempo que eran violentamente reprimidas las iniciativas de izquierda de una construcción de poder desde abajo (represiones a la Otra Campaña impulsada por el EZLN y sus aliados. en Atenco, y a la APPO en Oaxaca en 2006, entre otras). De modo que, en ese contexto, en 2018, AMLO y Morena asumieron el poder, con el voto masivo de castigo al PRI y el PAN y con un discurso neonacionalista y de “seguridad nacional” que encubre la razón capitalista de Estado.
No se trata de una genialidad del líder carismático, sino de una impronta atávica en el pueblo de México que, ante la inseguridad de la violencia y el riesgo de un estallido social, prefirió una “transición pacífica” que primero fracasó con el PAN y luego asumió con Obrador y Morena los rasgos ya conocidos, y por ello reconocibles y tranquilizantes para muchos, de un autoritarismo patriarcal, paternalista, en la figura de un hombre del sistema, emanado del priismo y revestido con los rituales presidencialistas consagrados por una memoria histórico social construida en décadas de priismo, e incluso antes, en el proceso que llevó a la formación del Estado mexicano como ´presidencialismo “bonapartista”.
El desmantelamiento de la precaria e incipiente democracia mexicana está en marcha: subordinación del poder legislativo y el judicial, ataque y cooptación de los organismos autónomos, sea poniendo en ella personajes leales al régimen como en la CNDH o destruyéndolas mediante el austericidio para reconstruirlas ya bajo control, como se va haciendo con el INE. Reducción a su mínima expresión de los demás partidos políticos y cooptación o represión a las organizaciones civiles, políticas y sociales antes independientes y ahora sometidas al partido hegemónico o atacadas sistemáticamente, si no se subordinan.
El “golpe blando” que siempre se denuncia como amenaza contra el partido en el poder, lo opera en realidad el poder cívico-militar contra todo contrapeso a la concentración presidencialista del mando hegemónico.
La prensa es simplemente linchada y los comunicadores y periodistas expuestos a la violencia del país más peligroso para la prensa en el contexto global.
Se completa el movimiento regresivo con el militarismo y la militarización y también con la anulación de facto del laicismo, mediante constante uso, desde el poder, del lenguaje de la religión cristiana.
El entendimiento de la raíz social del autoritarismo es un paso importante para proponer que un cambio verdaderamente democrático en México pasa por una transformación de la sociedad. Si la conciencia y las prácticas ciudadanas no se democratizan profundamente, ante cada crisis, la ciudadanía obediente recurrirá a líderes autoritarios para tratar de sortear las adversidades.
Ante la hegemonía de un poder nacionalista-militarista y patriarcal, no será fácil construir una conciencia civil, no patriarcal, laica y democrática, pero sin ella, el regreso al recurso bonapartista siempre parecerá el “mal menor” porque “no había alternativas”.