“En mi reino, el periodista insolente será confundido, en las prisiones, con el simple ladrón, y comparecerá, junto a él, ante la jurisdicción correccional. El conspirador se sentará ante el jurado criminal, junto al falsificador, con el asesino. Se trata, observadlo, de una excelente modificación legislativa, porque la opinión pública, viendo tratar al conspirador al igual que al malhechor ordinario, terminará por confundirlos a ambos en un mismo desprecio.”
Maquiavelo, de Maurice Joly, Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo Montesquieu.
El poder es una relación asimétrica. Quien tiene mayor influencia y capacidad de hacer que otros hagan o dejen de hacer lo ordenado, tiene poder. El subordinado, los subordinados, también tienen cierto poder, menos poder, pero tienen la capacidad de desobedecer, resistir o decidir obedecer.
El poder no se puede sustentar únicamente en la violencia. Por supuesto, aquí estamos hablando del poder como dominación, no del poder como lo que un conjunto de seres humanos que se ponen de acuerdo pueden hacer (que según Arendt, es el poder político genuino).
Para no depender únicamente del monopolio de la violencia, pues el poder necesita legitimidad; necesita que el dominado o el subordinado crea que obedece por deber y no sólo por temor.
Una narrativa es la que legitima el poder como dominio: “obedece por tu bien, porque el poder gobierna para tu bien”. Incluso la esclavitud fue justificada por el bien del esclavo (Aristóteles, Ginés de Sepúlveda).
Las palabras son poderosas. Nombrar algo es tener poder sobre él. La Biblia simboliza el poder del ser humano sobre la naturaleza en el hecho de que el ser humano ponga nombres a todos los seres naturales.
El anonimato es una forma de sustraerse al poder del otro. Saber tu nombre le da al otro poder sobre ti: puede preguntarle, interrogarte, investigarte.
Cuando personas en lo individual, colectivos, grupos, pueblos, organizaciones pueden ser nombradas por otros, esto les da poder sobre ellas.
Los poderes autoritarios, y especialmente los totalitarismos, usan palabras infamantes para estigmatizar a quienes utilizan como chivos expiatorios (para desviar la atención de la fractura social clasista). Siempre ha sido parte de la represión y el poder violento del estado policiaco la costumbre de llamar al otro con palabras que lo injurien y escarnezcan: “hereje, bruja, comunista, terrorista, infiel, bárbaro, enemigo de la patria”.
Hoy se usan los conceptos que presuntamente nombran ideologías, cada vez más indistinguibles en el lenguaje coloquial, para infamar: aunque casi nadie de quien los lanza como dardos pueda explicar qué significan: comunista, liberal, neoliberal, populista, derechista, izquierdista, facho, guerrillero, anarquista, rojo.
Especialmente son peligrosas las palabras que nombran al otro como criminal o animal, bestia subhumana, ignorante, fanático, bruto, burro, rata, insecto, cucaracha, alien, porque no solo lo injurian y demonizan sino que tienden a excluirlo de lo humano, a permitir que la violencia contra ellos no sea vista como violencia, sino que se naturalice.
Deshumanizarlo es el primer paso para que la violencia física sea percibida como justa, correcta, merecida. Así, ir contra el separado de lo humano para golpear, torturar, apresar, exiliar, desaparecer o matar, poco importa, si el otro ya ha sido producido socialmente como delincuente, criminal, vendido, traidor, extranjero, ultra, etcétera.
El uso constante del lenguaje que etiqueta y estigmatiza a los opositores o disidentes crea cohesión entre los seguidores, los une emocionalmente en su fanatismo, y procura dar miedo y ordenar callar, desmovilizarse o irse, huir, a los injuriados y vilipendiados.
Por eso ha funcionado tan bien en México acusar a alguien de “ultraderechista”. Obsérvese cómo es reforzada (para mayor efecto infamante) con el prefijo “ultra”, la palabra “derechista”, ya infamante en algunos contextos populistas, tal como en el pasado funcionaron epítetos como “hereje”, “bruja” o “comunista” (Recordemos la película de Felipe Cazals: Canoa).
Así, si alguien es infamado con la palabra “ultraderechista”, quedan suspendidos de facto sus derechos humanos, civiles, políticos y sus garantías constitucionales y jurídicas: es ya carne de cañón para el populismo punitivo y el derecho penal del enemigo (por ejemplo, la prisión preventiva oficiosa, es decir no justificada). Las masas aceptarán cualquier violación o arbitrariedad contra los estigmatizados, pues ya fueron excluidos de la dignidad ciudadana. Es como arrojar alguien a los leones en el circo romano.
El empleo sistemático de un lenguaje condenatorio y anatemizante, la criminalización de la disidencia, es un paso enfrente en el camino al autoritarismo, e incluso, cuando espía y expone la vida privada y los datos personales (doxeados) de los llevados al proceso de cacería de brujas, es una ruta al totalitarismo, o por lo menos hacia un populismo punitivo como el de Bukele.
Ese camino al autoritarismo es una pendiente cuesta abajo fácil de descender, pero mucho muy difícil, para las sociedades, de remontar.
Además, el uso de la violencia normalmente va restando credibilidad y por ello legitimidad, porque ninguna narrativa es tan poderosa para ocultar los hechos por siempre.













