Hotel Abismo: Illich y Robert: La amistad y el saber, elementos antisistémicos

Por Javier Hernández Alpízar

El último libro que escribió Jean Robert es una semblanza intelectual y vital de Iván Illich en la que, indirectamente, se retrata a sí mismo como amigo y colaborador en la obra del pensador crítico que decidió vivir y morir en territorio mexicano, en Morelos. De hecho esta última frase describe a los dos, a Iván Illich y a Jean Robert, quien se consideraba un mexicano nacido en suiza.

Herederos de los ideales éticos de pensadores de la altura de Aristóteles y Tomás de Aquino, estos pensadores, el autor de la semblanza-monografía y el escritor retratado y reseñado, vivieron, militaron, pensaron y escribieron por un mundo donde la convivencia de los seres humanos pudiera ser cara a cara en relaciones de humanidad, justicia y amistad.

Y así lo practicaron, junto con otros pensadores como Gustavo Esteva, también recientemente fallecido, y otras y otros que afortunadamente aún viven y ahora mismo siguen pensando, escribiendo, y publicando, en este caso el libro de Robert, La edad de los sistemas en el pensamiento del Illich tardío.

Nuestra relación con las herramientas, los utensilios, no solamente nos induce a hacernos una idea de nuestro mundo, de las cosas, sino una idea de nosotros mismos, los seres humanos, y de los demás seres humanos, con quienes nos relacionamos.

Por ello pensadores de la talla de Simone Weil, Martin Heidegger, Iván Illich, Jean Robert y Jean-Pierre Dupuy, entre otros, han pensado en nuestras relaciones con esos utensilios, herramientas, instrumentos, que de manera más general solemos llamar la “técnica”, la “tecnología”.

Jean Robert resume y explica de manera clara en un breve volumen la obra de Iván Illich alrededor de su papel como historiador de las herramientas.

El resultado es una excelente introducción al pensamiento de Illich, y en parte también al de Robert, pero sobre todo: a la problemática que estos pensadores abrieron a la discusión.

Antes del siglo XII medieval, los europeos concebían las herramientas como órganos, en un mundo en el que el órgano por excelencia era la mano. La herramienta orgánica era un órgano-extensión del ser humano, estaba subordinada a él a través de sus manos y servía al logro de sus perfecciones.

Sin embargo, por un motivo teológico (la necesidad de los ángeles de intervenir, siendo espíritus y no materia, en un mundo material) surgió la idea de instrumento: un utensilio material que sirve a los fines del que lo maneja, pero ya no le es orgánico, está separado de él (“distalidad”, dice Illich) y llega a ser una causa instrumental (sumada a las cuatro causas aristotélicas) porque introduce intenciones (divinas o humanas) al ser usado como medio.

Esa era o edad instrumental iniciada en el siglo XII termina en los años 70 del siglo XX. Porque las nuevas “herramientas” ya no son orgánicas ni instrumentales.

Son tales que no están subordinadas ni a la mano, ni al cuerpo, ni a las intenciones del ser humano, sino que, por el contrario, lo subordinan, lo incorporan como un subsistema del sistema que ellas son.

En los años setenta Iván Illich había señalado la contraproductividad de “herramientas” como la escuela, la red de transportes y el servicio médico universales, porque generan fines contrarios y opuestos a los que desean alcanzar: en lugar de fomentar la autonomía del aprendizaje la inhiben; en lugar de disminuir el tiempo en el traslado lo aumentan (se convierten en devoradores de tiempo, cronófagos, como los llaman Jean Robert y Jean-Pierre Dupuy en Los cronófagos, La era de los transportes devoradores de tiempo) y, en el caso de la salud, producen un cuerpo sometido a “iatrogeina” o “iatrogénesis”, dependiente del sistema médico y con enfermedades provocadas por éste mismo.

Sin embargo, todavía en los setenta se podía criticar estas “herramientas” evaluándolas con respecto a los fines que decían perseguir (cómo la trampa de ahorrar tiempo le roba tiempo a los seres humanos, lo retrató genialmente Michael Ende en su novela Momo). Pero de los años ochenta y, sobre todo, noventa a la fecha ya no es posible esta crítica, porque los sistemas ya no se pueden evaluar respecto intenciones humanas.

Hoy los maestros, los médicos, los promotores de los transportes, los arquitectos, ingenieros, planificadores, desarrolladores, constructores, comerciantes, profesionistas, funcionan como “interfaces”: instruyen y preparan a los seres humanos para ser incorporados como subsistemas de los grandes sistemas educativos, de salud, de transporte, de comercio y servicios, de internet y “comunicaciones”, de información, de ciudades que compiten por atraer inversiones, turistas y reflectores mediáticos, etcétera.

El cuerpo humano, por donde quiera, pierde autonomía. El ser humano, en lo personal y lo colectivo, pierde autonomía, territorialidad y hasta corporalidad- carnalidad, en un mundo en el que, en lugar de lugares e imágenes, accedemos a “visiotipos” y a un “show”. Incluso nuestra mirada ya es una consumidora pasiva de imágenes producidas por computadoras de lugares y objetos que no existen en ningún lugar, sino que son producidos virtualmente.

Como dice Jean Robert, estas conclusiones de Iván Illich son apocalípticas, es decir, reveladoras.

Hay un gran paralelismo con el pensamiento de Martin Heidegger, para quien hemos perdido la relación con las cosas, con los entes, con el ser, porque nos relacionamos con objetos, abstracciones, medibles y calculables, e incluso almacenables como “existencias”.

Ese mismo proceso, Iván Illich lo ve como una desencarnación del ser humano. Y en el caso de los tres pensadores mencionados, con esa relación mediada por los sistemas, por la técnica o tecnología, nos desarraiga, nos hace perder relación con el terruño, la tierra madre, lo vernáculo, y con nuestro cuerpo mismo, además de con nuestra cultura, material y simbólica.

Así como Martín Heidegger decía que la filosofía debía pensar lo no pensado, lo que se dejaba implícito o se daba por obvio (el ser, el ente, el mundo, la verdad, el lenguaje), así también Iván Ilich decía que buscaba poner en cuestión los axiomas, las certezas, las certidumbres sobre las cuales se fundan nuestros corolarios, los dogmas sociales vueltos “sentido común” o narrativa dominante.

Por ello es doblemente valiosa esta obra póstuma de Jean Robert, porque nos introduce de la manera más amable y amena posible al terreno de pensamiento, de militancia, de praxis y teoría de Iván Illich y del propio Robert, dos pensadores mexicanos que nacieron en Europa, pero eligieron habitar, arraigados en Morelos, pensar el mundo y apostar por un ideal de convivencialidad: ahí donde las relaciones humanas de justicia y de amistad nos permitan buscar juntos la sabiduría.

Cuenta Robert que una vez Ilich soñó que estaba en un mundo sin muertos, sin pasado, sin arraigo, memoria ni historia. Esa pesadilla quizá era reflejo de este mundo desencarnado, de la realidad virtual, que se pretende posverdad, visiotipos, show.

Pero afortunadamente nosotros sí tenemos pasado, tenemos nuestros muertos, y su legado, sus investigaciones, sus críticas, su escritura, y pueden ser parte de nuestro arraigo, pensadores como Iván Illich, Jean Robert, Gustavo Esteva, Pablo González Casanova, Carlos Montemayor, Carlos Lenkersdorf, Andrés Aubry, Luis Villoro, Manuel Martínez Morales, Feliciano García, Jan de Vos, Bolívar Echeverría, Adolfo Sánchez Vázquez, Ángela Giglia, en fin, sus obras, sus libros, pueden ayudarnos a resistir contra el desarraigo en la era de los sistemas destructores de autonomía.

Jean Robert, La edad de los sistemas en el pensamiento del Illich tardío, Ítaca, México, 2022.

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