Hotel Abismo: Ídolos, tribus, palabras

Por Javier Hernández Alpízar

Cuentan una anécdota sobre John Maynard Keynes según la cual un periodista lo está entrevistando, el economista le está diciendo sus actuales opiniones y el entrevistador lo interrumpe, está contrariado porque hace años el entrevistado opinaba algo distinto. Keynes le dice que, en efecto, pensaba otra cosa, pero en ese tiempo encontró que eso estaba equivocado. “Cuando veo que estoy equivocado cambio mis opiniones y abandono las erróneas, ¿no hace usted lo mismo?” Sin embargo, no es fácil para muchos abandonar sus pareceres por la “insignificante” razón de que sean erróneos.

Dijo Gaston Bachelard que uno de los obstáculos epistémicos, obstáculos para entender y aprender conocimientos nuevos, puede ser lo que ya sabíamos, o, agrego yo: creíamos saber. En la película Altamira (Hugh Hudson, 2016), en la que Antonio Banderas hace el papel del descubridor de pinturas rupestres Marcelino Sanz de Sautuola, los contemporáneos del descubrimiento lo rechazaron porque las pinturas eran demasiado buenas para seres humanos prehistóricos, “primitivos”. Solamente cuando otros descubrimientos similares en Francia (Lascaux y Chauvet) verificaron que son pinturas auténticas, los académicos españoles reconocieron que se habían equivocado y que las pinturas rupestres de Altamira eran genuinas. Les habían estorbado, para reconocerlo antes, sus prejuicios: lo que sabían o lo que creían saber.

Lo que ya sabemos, pensamos y opinamos se vuelve un fuerte sesgo cognitivo: nuestras queridas creencias pueden llegar a ser nuestros prejuicios, axiomas y dogmas. En un experimento, dieron a varias personas fichas informativas para que pensaran si algunos personajes tenían o no responsabilidad en un caso criminal. Con base en esa primera y escasa información, los participantes dieron un primer veredicto de inocencia o culpabilidad. A continuación, les entregaron información más completa sobre el mismo caso, información que mostraba claramente si había o no responsabilidad de los investigados. Los participantes, racionalmente, deberían rectificar, cambiar sus veredictos y reconocer que de acuerdo con la información completa y fehaciente la verdad era otra.

Sin embargo, no lo hicieron, pues lo que su cerebro hizo fue torcer la información nueva; sesgarla para que apoyara su primera opinión, aunque estuviera equivocada: defender su veredicto sesgó cognitivamente la información, lo verificable, lo fáctico. Así de fuerte es el apego a nuestros pareceres y opiniones: naturaleza humana.

Ya desde el Renacimiento, Francis Bacon decía que hay cuatro tipos de ídolos que sesgan nuestros juicios, opiniones y creencias, y que estos ídolos nos estorban para establecer juicios verdaderos. Usando sus recursos literarios, el autor del Novum órganon los exhibió como ídolos para tratar de que conozcamos cómo influyen y tuercen nuestros pensamientos y juicios.

Los cuatro tipos de ídolos (diríamos que de fetichismos) son los ídolos de la caverna, de la tribu, del mercado y del teatro.

Los ídolos de la caverna se refieren a nuestros prejuicios y preferencias personales, idiosincráticos. No es una caverna colectiva como la de Platón, sino una burbuja personal y narcisista como las de los algoritmos en redes digitales. Son nuestros sesgos cognitivos idiosincráticos. El mundo del que sueña y está separado del mundo común y el logos, como criticó Heráclito. Por ejemplo: si personalmente tenemos un apego a cierto deportista o artista y éste se ve envuelto en una controversia, acusado de evadir impuestos o de acosar a una mujer, es altamente probable que tomemos partido a priori en su favor, con independencia de las evidencias sobre su responsabilidad. Lo mismo podría pasar si fuera una estrella de un equipo rival y odiado por mi equipo, es muy probable que crea inmediatamente en su culpabilidad, con independencia de lo que puedan apuntar los hechos. Esto puede extremarse si tenemos que pensar un caso de ese tipo respecto a un ser amado, pareja, familiar o amigo íntimo: por eso es un conflicto de interés el nepotismo.

Los ídolos de la tribu son los del grupo social, cultural, religioso o político-ideológico al que pertenecemos. Compartimos con nuestra tribu prejuicios que nos unen y cohesionan, asimismo es muy probable que romper con ellos implique el ostracismo, ser excomulgado y expulsado de la tribu. Por eso, por ejemplo, Simone Weil proponía desaparecer los partidos políticos, porque son máquinas de fabricar pasiones y quien asume un partido renuncia a pensar, tiene que seguir la línea del partido y repetir sus opiniones de tribu como consigna, Incluso el partido lo puede también expulsar si no sigue cada opinión del grupo. Por ejemplo: si somos integrantes de las tribus anticiencia, eso sesgará nuestra reacción y opinión ante cualquier información sobre ciencia que veamos.

Los ídolos del mercado son las monedas del lenguaje: las palabras. Las palabras no son lentes o anteojos transparentes que nos muestren la verdad de las cosas sin reflexión. Muchas veces las palabras son lo contrario, lentes teñidos con un color que nos filtran la realidad y nos hacen verla de un color particular que se vuelve nuestro favorito o nos hacen odiar algunos aspectos de ella, es decir, un sesgo cognitivo. A veces ya no pensamos, las palabras piensan en automático por nosotros. Por ejemplo, si usamos palabras que ponen a ciertas personas en la calidad de escoria, ya no seremos objetivos cuando algo malo les pase, sino que lo veremos como natural resultado de su perversidad. Por el contrario, si hay hechos o datos que los favorezcan, nos negaremos a verlos, los minimizaremos o los negaremos, apartándonos de la facticidad.

Los ídolos del teatro son los prejuicios que venimos arrastrando por nuestras teorías favoritas. Si somos marxistas, tomistas, anarquistas, liberales, libertarios, posmodernos, neoliberales, decoloniales, etcétera, veremos todo lo que analicemos o reflexionemos desde los sesgos que nos heredan esas teorías, sus métodos y sus axiomas incuestionados, sus dogmas. Es muy difícil, pero muy necesario, cuestionar nuestros prejuicios teóricos favoritos para tratar de que no nos oculten o velen las cosas, en lugar de ayudarnos a comprenderlas. Las teorías pueden devenir meras ideologías, si no las sometemos constantemente a discusión crítica. Si simplificamos todo en unas cuantas frases de origen teórico entonces todo serán análisis prefabricados que meten los hechos, los fenómenos, en nuestro esquema teórico como en una camisa de fuerza o un lecho de Procusto. Lo más grave de las teorías vueltas dogma es que ya no vemos a los seres naturales o a los seres humanos, sino que son meros pretextos para comprobar nuestras conclusiones favoritas y “refutar” las teorías rivales.

Basándose en Edmund Husserl, Klaus Held expresó que la realidad se nos aparece cubierta, envuelta en un mantel de ideas. Las ideas no transparentan, como hubiera deseado Platón, la esencia de las cosas, son, por el contrario, las que cubren los fenómenos, como el mantel a la mesa: necesitamos quitar el mantel para volver a ver la mesa. Si creemos que todo son ideas o espíritus, todo fenómeno será para nosotros la actividad de un espíritu. (Por ejemplo, no hay fenómenos naturales: incluso las epidemias y los sismos son producidos por poderosos seres humanos o sobrehumanos que controlan el mundo). Si creemos que en el mundo no hay más que materia-energía: el valor de todo, incluso el arte, la música o el amor, no serán sino física y química, como dijo en el título de un disco Joaquín Sabina.

Desde los filósofos griegos hasta las fenomenologías y filosofías críticas del siglo XX, para pensar tenemos que poner entre paréntesis (epojé) lo que ya sabemos o creemos saber y tratar de ver la realidad misma, las cosas mismas, los fenómenos, cuestionando los prejuicios o sesgos cognitivos de nuestro llamado sentido común, o actitud natural e ingenua.

Así las personas de carne y hueso, los seres humanos, jamás serán los meros portadores de una religión, ideología o color partidista. Los seres humanos serán personas que actúan, piensan, se expresan, aciertan o se equivocan, y en cada caso, cada acción u expresión tenemos que entenderla sin el automatismo de haberle asignado un prejuicio teórico que no está en las personas en quienes pensamos sino, principalmente en nosotros, porque dividimos el mundo en compartimentos estancos: nuestro partido y los adversarios de nuestro partido, por ejemplo. La postura teórica, de clase, ideológica, religiosa o política es solamente uno de los muchos y complejos elementos para entender las acciones y las expresiones de una persona: la realidad es más compleja que nuestras filosofías favoritas. De lo contrario, falseamos la realidad y la sustituimos por una serie de enunciados que se deducen de nuestros dogmas teóricos o ideológicos, dejando la mesa de lo real escondida bajo el mantel de nuestras ideas más queridas.

Cada vez que nos abandonemos a esos ídolos personalísimos, o de grupo, la carga emotiva y prejuiciosa de las palabras (sobre todo los epítetos, los adjetivos con las tintas cargadas) y nuestros anquilosamientos teóricos, juzgaremos mal: diremos por ejemplo, que las pinturas rupestres son una falsificación hecha por pintores actuales, porque los seres humanos primitivos no podían haber pintado con habilidad.

No podemos asumir la actitud intelectualmente autocancelante de que. “estas son mis ideas más queridas y si no coinciden con la realidad, peor para ella”. Recordemos que gris es el árbol de la teoría y verde, el árbol de la vida (Goethe). Demos algo más de crédito a lo novedoso de la vida y sometamos nuestras teorías a su escrutinio, no al revés. Como dijera un personaje del Hamlet de Shakespeare: “Hay más cosas en cielo y en la tierra, Horacio, que las que sueña tu filosofía”.

Simone Weil pensaba que es antipedagógico que los ejercicios de clase sean presentar a los estudiantes una opinión y que tomen partido y la debatan de entrada. Antes de ponerse a favor o en contra de una creencia o idea, tendríamos que comprenderla, entenderla. Reaccionar ante ella en automático, en lo inmediato, lleva a no pensar. En política, obedecer al partido o grupo sin pensar lleva a lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal. Incluso Alberto Moravia escribió, en su novela El conformista, la historia de un sujeto que no quiere desviarse de la norma, quiere estar siempre con la mayoría, y eso lo termina llevando al fascismo, el clásico, el de Mussolini, quien dio nombre al fenómeno.

Derribar ídolos es una de las misiones de pensadores, escritores, artistas y de todo ser humano que quiere una sociedad arraigada en la verdad, como Mahatma Gandhi, para quien la no violencia era una práctica de mantenerse en la verdad; Arthur Miller, quien escribió el drama Las brujas de Salem, para denunciar la cacería de brujas durante el macartismo en los Estados Unidos; o Bertolt Brecht que escribió sobre Galileo y sobre Francis Bacon en momentos en que el nazismo ascendía atacando el pensamiento racional e ilustrado, científico, para imponer por la violencia oscuras e irracionales teorías de la conspiración.

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