Por Javier Hernández Alpízar
A Carlos Sinuhé, in memoriam; y a Lulú, con un abrazo solidario.
“Y el olor de la sangre manchaba el aire.”
José Emilio Pacheco.
“Nuestra herencia es una red de agujeros”, dice una traducción de uno de los testimonios mexicas sobre la destrucción de la ciudad de México Tenochtitlán, traumático evento fundador de lo que después llegaría a ser la Nueva España y siglos más tarde el actual México.
José Emilio Pacheco, poeta de temple trágico o, al menos, dramático, retomó esa frase en su poema “Lectura de los ‘Cantares Mexicanos’: Manuscrito de Tlatelolco (octubre de 1968)”.
“Y todo esto pasó con nosotros. / Con esta lamentable y triste suerte / nos vimos angustiados. / En los caminos yacen dardos rotos. / Las casas están destechadas./ Enrojecidos tienen sus muros. / Gusanos pululan por calles y plazas. // Golpeamos los muros de adobe / y es nuestra herencia/ una red de agujeros.”
Una red de agujeros, nuestra herencia, puede describir la caída de Tenochtitlán; el asesinato de Rubén Jaramillo y su familia; la masacre del 2 de octubre de 1968; el Jueves de Corpus del halconazo del 10 de junio de 1971; la guerra sucia contra las comunidades campesinas que apoyaron a Lucio Cabañas y a Genaro Vázquez en el Guerrero de los setenta; la masacre de Acteal cometida por los paramilitares del zedillismo; el terror de la noche de Iguala contra los normalistas de Ayotzinapa; el sismo de 1985 y el de 2017 en la Ciudad de México; los más de 700 mil muertos en el exceso de mortandad durante la pandemia de Covid-19 o la devastación de Acapulco y otros pueblos por el huracán Otis en la costa de Guerrero.
Todos ellos son hechos traumáticos que han dejado muerte y destrucción a distinta escala y cicatrices en la memoria de un pueblo hecho, “impuesto” al dolor. Algunos de ellos claramente tienen como autor a un ejército regular, otros a grupos paramilitares, brazo oculto del gobierno, y algunos, sismos, pandemia, huracán, parecerían catástrofes “naturales” para quienes no saben lo que es la construcción social del riesgo: la producción social, económica y política de la vulnerabilidad de las personas y de la falta de capacidad del gobierno para tomar medidas preventivas. Y para quienes desconocen el origen del cambio climático en el capitaloceno.
Pero hay un daño grave que hemos padecido y ha transcurrido en una suerte de invisibilidad por sobreadaptación, por necesidad de mirar a otro lado para no soportar el horror: los cientos de miles de muertes y desapariciones de personas por la violencia organizada, gubernamental y privada, entre 2006 y 2023, cuya cifra macabra sube día a día.
Pero el daño no es individual, ni siquiera familiar o comunitario, es la sociedad entera la que ha resultado herida. Le escribía el subcomandante Marcos al filósofo y centinela clandestino del EZLN, Luis Villoro, que la guerra, torpe y criminalmente iniciada por Felipe Calderón, traería por resultado la destrucción del tejido social. A 17 años de iniciada esa guerra contra la subsistencia, como la llamarían Iván Illich y Jean Robert, o guerra contra los pueblos, como la llaman los actuales zapatistas y el Congreso Nacional Indígena, la destrucción del tejido social es tan grave que decir “nuestra herencia es una red de agujeros” no es metáfora, es diagnóstico.
Los tejidos, las hebras e hilos, la trama y la urdimbre, los nodos y nudos de esa red humana, comunitaria, que llamamos “tejido social”, son agujeros, socavones, cicatrices, lutos. Incluso las familias están destruidas, viudas y huérfanos de la violencia organizada, de los feminicidios, de la pandemia o de los “juegos del hambre” en que la gente se mata por los restos del naufragio, las pocas propiedades que le pueden permitir intentar sobrevivir. Los dineros repartidos por éste y los anteriores gobiernos no llegan nunca a “combatir la pobreza”, por momentos, ni siquiera a paliarla.
Si con la Otra Campaña intentamos (y fallamos, o nos derrotaron) organizarnos para una ofensiva liberadora, un alzamiento social que buscara construir la utopía, un al cielo por asalto a la mexicana, con la Caravana por la Paz con Justicia y Dignidad alcanzamos a percibir los primeros saldos de esa derrota y de la guerra contra el pueblo: padres y madres sin hijos, hijas e hijos sin padres, cuerpo social mutilado, herido, sangrando.
Ahora, incluso la cabeza de muchos ya no les pertenece, ha sido alquilada a la “hegemonía” de una “narrativa exitosa”, arrendada a un discurso pseudocristiano y autoproclamado “humanista”. Pero las calles de Acapulco son solamente la herida abierta más patente de un caos y devastación material y social, humana y espiritual que se percibe con diversos grados en calles y campos de todo el país. En México, como en el Guanajuato de José Alfredo Jiménez, “la vida no vale nada”. Y la palabrería encanta masas haciendo creer que seguir siendo saqueados y despojados se llama “austeridad” y que la envidia y el rencor, el resentimiento social, usados para linchar a las disidencias son “revolucionarios”, como los ejercicios de odio en 1984 de George Orwell.
En medio de esa palabrería hueca e interesada, basada en verdades a medias y mentiras totales, manipulación, chantajes y calumnias, por contraste, la voz de los pueblos indígenas del CNI y el EZLN es como la voz de alguien sobrio y cuerdo entre un barullo de borrachos.
Hoy la tarea no es “tomar el cielo por asalto”, ni siquiera solo defender los derechos humanos, tenemos que reconstruir, retejer el tejido social, con imaginación, paciencia, perseverancia, constancia, construir y defender la vida ahí donde el sistema impulsa proyectos de muerte, arropados por los uniformados, los mismos actores de tantas masacres que han venido heredándonos esta red de agujeros que es México.
Dice Néstor Kohan que el poder tiene horror al vacío: el vacío que dejamos, al no organizarnos y tomar la iniciativa, lo tomaron los poderosos que hoy encabezan la guerra contra la subsistencia, destruyendo a los pueblos y a la naturaleza. Reconstruir el tejido social es imposible sin defender al mismo tiempo, como han dicho las mujeres zapatistas mayas, a la Madre Tierra del capitalismo ecofeminicida; también Raúl Zibechi dice que vivimos bajo el ataque de un extractivismo feminicida.
Como nos enseñan las reflexiones de Antonio Gramsci (y Rhina Roux explica lúcidamente), la hegemonía de quienes actualmente están en el poder no es un territorio estable, sino un espacio en permanente disputa: tenemos que luchar por construir una nueva hegemonía, una hegemonía de imaginarios de amor a la vida, de biofilia. Por eso los zapatistas preguntan: “¿y las crías?” Es decir, ¿y la continuidad de la vida?
En todos los campos, desde el arte, la ciencia, la literatura, los saberes de los pueblos, hasta las luchas en la calle y las plazas, tenemos que disputar la hegemonía al poder necrófilo y posdemocrático para impulsar nuestra hegemonía plural e incluyente de biofilia, libertad, democracia y justicia. Su utopía es el fetichismo de la mercancía (y el poder), nuestra utopía es “para todos todo”, es decir, la vida para todos y que muera la muerte.