Hotel Abismo: Edipo y nosotros

Por Javier Hernández Alpízar

La vida de Edipo se parece al personaje que hizo el papel de dama boba en la película protagonizada por Pedro Infante y Miroslava, Escuela de vagabundos: “mi vida es una tragedia tras otra”. Solamente que, en el caso de Edipo, no es broma, es en verdad una tragedia, en el sentido clásico: vamos, que es una tragedia griega, una de Sófocles para más inri.

Sabemos que la estructura de la tragedia griega es típica, como la de un relato de detectives clásico del siglo XX. En el caso de Sófocles: el personaje está maldito; el oráculo le anuncia un destino fatídico; el personaje huye de su destino y, persiguiendo su libertad, verse libre de la maldición de un sino atroz, corre en camino de su perdición: cumple su destino sin quererlo ni saberlo; y cuando la verdad lo hace libre es para destruirlo; porque lo libera de la ignorancia, pero lo que le revela es que sería mejor no saber nada; y es tan grave, tan obsceno, terrible e insoportable que el personaje desearía mejor no haber nacido, no existir, no ser. Así de devastador es ser un juguete de dioses perversos que pierden al héroe y lo hacen destruirse a sí mismo, contra su voluntad, fatídica, trágicamente.

Los griegos, especialmente los atenienses que, naturaleza humana, se creían ellos la humanidad (con tal fe que incluso muchos humanos en el globo los siguen creyendo la cuna cultural de ella) sabían que en su teatro (tragedia y comedia) estaba la educación, la paideia más importante para el ciudadano griego. Ellos, que no tenían educación pública, pues cada quien debía pagar de manera privada sus maestros y su formación (suspirarán de anhelo los neoliberales), subvencionaban a los ciudadanos pobres para que todos asistieran al teatro (suspiran de anhelo los estatistas); porque las tragedias, como ésta de Sófocles, Edipo, o las de Esquilo o Eurípides e incluso las comedias como las de Aristófanes (a veces un anarquista avant la lettre) formaban almas, construían conciencias, hacían ciudadanos.

Pero así como podemos preguntarnos: ¿por qué son tan importantes las obras de Shakespeare si hablan siempre de reyes, reinas o príncipes?, nos asalta la interrogante: ¿Cómo forma humanidad (para los griegos, helenidad) y ciudadanía un conjunto de obras que nos ponen ante sacrificios humanos (Ifigenia), parricidas, filicidas (Medea), asesinos de sus madres, incestuosos (involuntarios), automutilados, guerreros despiadados, esclavitudes y violencias sin cuento?

La respuesta, quizá, nos la da Simone Weil en su ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza: La pureza del relato, la manera de narrarnos, en el caso del teatro ponernos frente a la performance, el drama de la fuerza (arma de los dioses) y la fragilidad del ser humano (griegos o troyanos): porque hoy está de pie y con la espada tomada por la empuñadura, pero mañana estará de rodillas viendo la espada por el lado de la punta y empuñada por el enemigo.

Edipo sucumbe como los mejores, como el mejor, no hay otro como él: hasta los dioses han de admirar cómo cumple su papel: le tocó ser destruido y bebe la copa del dolor hasta el fondo.

Para el gusto moderno, será quizás debilidad que se mutile para no ver, pero quién podría soportar su realidad: el mundo es mal casi en estado puro y el autor de ese mal es él mismo: es mejor no ver, huir ciego, negándose a ver un mundo tan malvado y hostil.

Aquí somos nosotros quienes deberíamos tomar la estafeta y la poética de Edipo, no por esas sutilezas de Freud, que cada vez causan más escepticismo, sino por una experiencia del mundo que, con todas las distancias (modos de producción nos separan, y aun así sus emociones nos tocan, se asombraba Marx), tiene un cierto parecido con la nuestra, desde luego, un parecido abstracto, estructural, grosso modo.

Los griegos vivían en el mundo de la necesidad dictada por los dioses, inapelable, fatal, nada podía evitar que el destino, gloria o maldición, a veces ambas, todo a su momento, se cumplieran: tragedia es fatalidad, es necesidad, es lo inevitable: el fondo de la existencia humana es un misterio que a veces nos da terror, otras asombro (filosofía) y siempre debería inspirarnos respeto.

Los modernos creíamos que podíamos tomar los hilos del destino, arrebatárselos a las parcas y tomar por asalto ese deus ex machina de la historia: pero una y otra vez la utopía se nos ha vuelto pesadilla y parece que otros más oscuros y siniestros dioses (capital, Estado, progreso o regreso de la historia) nos llevan a donde no queremos y convierten nuestros sueños en distopías, horribles mundos de dictaduras, totalitarismos, catástrofes globales, genocidios y ecocidios.

Y cuando esa obscenidad de lo real (Slavoj Zizek dixit) nos es insoportable, nos mutilamos más profundamente que nuestro santo patrono Edipo: nos arrancamos los ojos del alma, apagamos la luz de la conciencia, cegamos la razón y el entendimiento y andamos por el mundo ciegos e indiferentes (o al menos fingiendo indiferencia, haciendo como que la Virgen nos habla) para no ver más un horror que nos sobrecoge y también nos acusa: nos vemos responsables de toda esa catástrofe, e impotentes de corregirla (como el Ángel de la Historia de Benjamin); o tenemos la visión de un destino atroz que se cierne inminente pero nadie nos cree (como pasaba a Casandra): somos ciegos, pero videntes, no queremos ver el mundo pero su imagen de tragedia posthelénica no nos abandona.

Y el coro trágico hoy es burlesco, sardónico, irónico, satírico: el mundo de las noticias y el del entretenimiento son un palimpsesto de infodemia e infocracia que retroalimenta nuestra visión apocalíptica: nos obliga a ver, como el personaje torturado de La naranja mecánica.

Entonces, quizás tenemos que hacer lo inverso de Edipo, en lugar de quitarnos los ojos, recuperarlos y ver de frente nuestra realidad y nuestra responsabilidad: matamos a nuestro padre tradición (matamos a Dios y a la autoridad (cada cual a su manera, Nietzsche y Dostoievski nos lo recuerdan) y estamos ultrajando y asesinando a nuestra Madre Tierra.

Como Edipo, corremos a cumplir nuestro fatal destino huyendo de él: huyendo de la muerte queremos una transhumanista inmortalidad (Guillermo de Toro lo ha comentado con una película, su Frankenstein: vencedor de la frontera ente lo muerto y lo vivo), pero nuestros triunfos son contraproducentes, nuestras victorias pírricas: oscuros dioses nos manejan con hilos que no conocemos: hasta las mercancías nos parecen paganos dioses llenos de magias y reticentes teologías.

Entonces comprendemos la grandeza de Edipo: cayó como los grandes, ni los dioses le pueden reclamar mezquindad alguna en su modo de caer trágico, heroico, épico. Nos encomendamos a él y pedimos que si no logramos escapar de nuestra maldición, al menos caigamos con la grandeza de Edipo.

Sófocles, Edipo Rey, Colofón, México, 2022.

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