Por Javier Hernández Alpízar
A Fernando Martín Juez, in memoriam
Con la película Troya (Wolfgang Petersen, Gran Bretaña, 2004) se muestra no sólo la eficacia y el éxito de una superproducción, sino lo importante que es una buena historia. Y un clásico es siempre un insumo seguro para una excelente historia. Por algo, La Ilíada, la épica griega antigua por antonomasia atribuida a Homero, ha atravesado los siglos.
Convencido de la enorme diferencia que hay entre los seres humanos de una época histórica y otra, específicamente entre los que vivimos después de la revolución francesa y la revolución industrial, es decir, la modernidad capitalista, y quienes vivieron en las etapas históricas precapitalistas, Carlos Marx se asombraba de que los poemas épicos y trágicos griegos aún nos conmovieran y emocionaran, un misterio de la estética.
En cambio autores como Nicolás Maquiavelo o Simone Weil, suponen una naturaleza humana invariante, constante en rasgos esenciales del alma humana, a lo largo de siglos y por encima, o debajo, de las diferencias culturales y civilizatorias.
Probablemente uno y otros tienen parcialmente razón: Con Marx, podemos estar de acuerdo en que no percibimos estética y emocional o psicológicamente La Ilíada como los griegos antiguos porque, por ejemplo, ya no creemos en sus dioses, su panteón es para nosotros mitología. Así que, como analizó Nietzsche, no tenemos el sentido trágico (y fatalista) griego, no podemos dejar de leerla con ojos cristianos, con todo lo que ello implica.
El hecho es que el núcleo de esa historia épica y trágica puede aún tocarnos y conmovernos, por supuesto, de manera diferente que a los griegos antiguos.
Sin ir más lejos, en la película Troya (2004) no podemos dejar de apreciar el individualismo burgués moderno con el que son dibujados y exaltados los personajes, por ejemplo: las historias “románticas” de Paris y Helena y de Aquiles y Briseida. Eso es hijo del cine más taquillero del siglo XX.
Pero la historia original es de tal calidad que, pese a todas las adaptaciones y estilizaciones, pueden apreciarse algunos rasgos singulares observados por Simone Weil al comentar el texto de Homero en “La Ilíada o el poema de la fuerza” (Incluido en la recopilación La fuente griega).
Weil ama ese poema por su pureza, porque a pesar de estar escrito por los vencedores, los griegos, no dibuja maniqueamente a los vencedores como héroes impolutos y a los vencidos troyanos como seres despreciables. Por el contrario, muestra los rasgos admirables y los más execrables de ambos bandos. En el filme aludido, casi salen mejor parados moralmente los troyanos, aunque es muy equilibrado en mostrar la dignidad y la bajeza en personajes de ambos bandos.
Sin embargo, los protagonistas, para la autora de La gravedad y la gracia, más que los héroes o incluso que las deidades, se reducen a uno, el que dice el título de su texto: la fuerza.
Según la filósofa y mística francesa, La Ilíada es el poema de la fuerza porque muestra que en esa guerra (y en toda guerra) los seres humanos son víctimas y victimarios, pero la fuerza y la fortuna imperan: quien hoy está empuñando la espada, mañana está sometido a su filo.
“La fuerza es lo que hace de quienquiera que le esté sometido una cosa. Cuando se ejerce hasta el fin, hace del hombre una cosa en el sentido más literal pues hace de él un cadáver.”
(Simone Weil)
La fuerza aplasta sin misericordia a todos. Más allá de las narrativas que cada uno se elabora para intentar dar sentido a su participación en esas carnicerías, sea la gloria y la fama, el patriotismo, la ambición, el amor, lo que sea: la fuerza impera y los seres humanos mueren fatalmente.
Uno podría pensar que la industria del cine británico, como la estadounidense, está interesada en estetizar la guerra, en darle un halo romántico. Pero un espectador informado puede ver que la guerra es destrucción y muerte, y que los discursos ideológicos y propagandísticos que ensalzan la guerra, y con ella las armas, los ejércitos, los guerreros, el militarismo y la militarización, son ropas insuficientes para cubrir la ambición, el afán de matar y dominar, la necrofilia y la insensatez que implican la guerra y los guerreros.
Los griegos, nos enseñó Werner Jaeger, en Paideia, construyeron su ideal cultural y moral de algo muy distinto a lo que hoy llamamos virtud, en su ideal de “areté” (excelencia), sobre la exaltación de la virilidad, la hombría, el valor del guerrero en combate.
No obstante, hoy la guerra no es igual, pues más que un combate cuerpo a cuerpo o con armas que dependen de la habilidad y la fuerza de los combatientes, en la guerra actual se asesina a distancia con armas industriales que permiten aniquilar poblaciones enteras sin verlas.
Aun así, no podemos romantizar, retrospectivamente, la guerra premoderna: la guerra es el imperio de la fuerza por sobre lo mejor de los seres humanos, la guerra asesina, envilece. La fama y la gloria son ideología espuria construida por los Estados para engañar a sus víctimas. Pero en la guerra el ser humano no es un fin en sí mismo, es un medio para un horror dantesco e inhumano, y para el beneficio elitista de los señores de la guerra.
La guerra solo la conocen las víctimas. Quienes la exaltan por insensatez y a distancia, es porque no la han vivido. Y una exaltación aún más vil y cobarde, es la de la “guerra” de militares profesionales contra civiles desarmados, o con los civiles como víctimas “colaterales”. Se queda corto el calificativo de “sucia”, para esta “guerra”.
Escribió Emmanuel Kant, en Sobre la paz perpetua: …“una guerra de exterminio, en la que puede producirse la desaparición de ambas partes y, por tanto, de todo el derecho, sólo posibilitaría la paz perpetua sobre el gran cementerio de la especie humana y por consiguiente no puede permitirse ni una guerra semejante ni el uso de los medios conducentes a ella.”
Habrá quienes piensen que pedir la paz y querer perpetuarla es de ilusos y utopistas, de soñadores, pero en este aspecto, frente al realismo necrófilo de los realistas, tanto de la “real politik” como del militarismo, podemos suscribir las palabras de Lewis Mumford en su Historia de las utopías: “Los utópicos idealistas que han sobrevalorado el poder del ideal están, sin duda, más plenamente en sus cabales y más plenamente ligados a las realidades humanas que los «realistas» científicos y militares que han transformado el uso del arma definitiva en un ideal compulsivo.”
Romantizar armas, ejércitos y guerras bajo épicas de diverso tipo es mentira, es propaganda. Luchar por la vida, hoy más que siempre, es luchar por la paz, por la vida civil y la vida de los civiles, contra todo armamentismo, militarismo y belicismo, contra todos los intereses del complejo industrial militar.