“Cuídate de los líderes avariciosos
Te llevarán a dónde no deberías ir
mientras lloran por el cedro de Atlas
Ellos sólo quieren crecer, crecer y crecer
Cuídate de la oscuridad”,George Harrison
En una época en que el ego se construye y se destruye como una especie de ectoplasma digital, virtual y mediático, cada vez más: “yo soy mis opiniones”.
Quizá por eso el empecinamiento en defender las opiniones del ego contra viento y marea, es decir, contra las opiniones de quienes piensan distinto. Esto lleva al ego a defender las opiniones incluso de la verdad fáctica, de los hechos. Si los hechos contradicen la opinión o el punto de vista personal del ego (“mi verdad”), peor para los hechos.
Este narcisismo como supremo (y supremacista) sesgo cognitivo lleva a la disonancia cognitiva, al desarraigo de la verdad fáctica y a la pretendida posverdad.
Frente a ello, quizá valdría la pena hacer el elogio, el reconocimiento, al valor, al coraje para cambiar de opinión honrando a la verdad por encima del ego. Una suerte de: “me quiero mucho a mí mismo, soy amigo de mi mismo (y de mis juicios), pero amo y me ciño más a la verdad.
Hannah Arendt nos obsequió una lúcida distinción entre ser radical (ir a la raíz de los asuntos) y ser extremista (obstinarse en la causa sin mediar razones), distinción que vale la pena transcribir:
… “el radical, quien permanece fiel a la verdad en su búsqueda de la realidad de la cuestión, se distingue del extremista, quien de forma obtusa sigue la lógica de la «causa» que ha abrazado en ese momento”.
Apegarse a la realidad, arraigar en la verdad fáctica, procurar ir a las cosas mismas, implica ser radical, buscar la raíz, el origen y la fuente de la legitimidad o de la ilegitimidad de las cosas debatidas.
Esto implica el coraje de admitir cuando uno se ha equivocado, o ha sido engañado o se ha dejado engañar por algún canto de las sirenas político, ideológico o religioso.
Si se permanece fiel a la verdad, honestamente buscando la raíz de las cosas, puede y debe uno admitir que tomó un rumbo equivocado y tiene derecho a corregir, rectificar. Sin embargo, pesa mucho el ego digital-virtual, y el qué dirá la tribu de los compañeros de fanatismo, entonces el ego se ve forzado a abrazar su causa con total autonomía e independencia de la verdad de los hechos.
Acusar a los otros de complot o de perversas intenciones sirve para descargarse del pesado fardo de la responsabilidad como ser pensante ante el cuestionamiento (diría Rubén Blades: “a la hora de la verdad, de qué color es tu mentira”). El ego y su tribu (un ego colectivo) rompen todo arraigo con la tierra en que se puede caminar buscando la verdad.
El narcisismo por encima de la verdad fáctica no es una sana defensa del yo (una autodefensa) sino la claudicación del mejor yo, el sujeto moral, de la honestidad intelectual en aras de los otros (la secta, la tribu), la heteronomía insita en el “qué van a decir si me desdigo”, si cambio de parecer y reconozco que me engañaron, que nos engañaron.
Para animar a algunos a poner el amor por la verdad por encima del narcisismo que defiende a troche y moche “mi verdad”, hay que defender, reivindicar algo que tuvimos quizá en otro tiempo: pensamiento reflexivo y crítico, y un mundo compartido de verdades fácticas.
Quien gana su ego a costa de desanclarse de la facticidad pierde su ego en las arenas movedizas de la infocracia, o la infodemia, la heteronomía de lo que dice el dueño de la causa que hay que opinar y defender, o a quiénes hay que atacar.
Cuando alguno o algunos tengan el coraje de reconocer que fueron engañados por un líder ambicioso, por una falsa causa que decía buscar un ideal pero perseguía otros intereses, ese o esos se quitarán de encima un pesado fardo y quedarán —serán– libres para buscar la verdad.
El común más radical que podemos recuperar y defender es tal vez el mundo común de las verdades fácticas, verdades de hecho sobre las cuales podemos debatir nuestras diferentes perspectivas, pero no con actitudes nihilistas, no en la pretendida posverdad.
