Cuando Mary Shelley escribió Frankenstein o el moderno Prometeo, ella participaba en una tertulia o círculo literario con autores como Lord Byron. El romanticismo, decía el filósofo Bolívar Echeverría, era algo más que una escuela o corriente literaria o artística, era un posicionamiento frente al hecho capitalista. Todavía mucho de esa estética, esa sensibilidad, y de ese posicionamiento critico frente al capitalismo sigue vigente en la crítica hoy frente al capitalismo y sus diferentes manifestaciones.
El cine maduró pronto para convertirse en una expresión artística. Ya desde la era de la república de Weimar, nos recordó Jacobo Dayán, el expresionismo alemán parecía profetizar los oscuros tiempos que se insinuaban ominosos con el ascenso del nazismo.
La presentación del filme Pinocho, de Guillermo del Toro (Basado en Carlo Collodi), en 2022, posicionó una mirada crítica al fascismo en el momento en que en el mundo ascendían e incluso en algunos países tomaban el poder, populismos de derecha, y populismos “de izquierda”, ambos, hijos legítimos y con mucho ADN autoritario, del fascismo de Mussolini, de Hitler o del fascista y populista argentino Juan Domingo Perón (“el populismo es una cuestión de corazón más que de cabeza”). Al respecto puede documentarse el hilo conductor en el libro de Federico Finchelstein: Del fascismo al populismo en la historia. Pinocho burlándose de Benito Mussolini era una crítica demoledora a los líderes “carismáticos” de los populismos del siglo XXI.
Ahora que Guillermo del Toro estrena su versión de Frankenstein (adaptación fiel de lo esencial de la novela, pero con cambios sutiles que humanizan, aún más, si es posible, la historia), entre las muchas lecturas posibles está la crítica a un capitalismo transhumanista que quiere volver no solo longevos sino inmortales a los multimillonarios que impulsan el aceleracionismo tecnológico y la fantasía transhumanista de un mundo de cyborgs.
Mary Shelley, como otros y otras poetas y artistas, fue visionaria y profética: el capitalismo que en el siglo XIX mostraba su poder con la revolución industrial trataría de producir al ser humano mismo, saltando por encima de la poiesis de la naturaleza. No solamente quiere “desextinguir” supuestos lobos “prehistóricos” ni gobernar humanos mediante psicopolítica (Byung-Chul Han): quiere producir seres humanos genéticamente manipulados.
Ya Heidegger dijo que las ciencias, en especial la cibernética, eran al acabamiento de la metafísica (de la filosofía en su núcleo), y un filósofo mexicano muy joven (César Alberto Pineda Saldaña), sintetizando a Marx y Heidegger, está proponiendo que el capitalismo es el acabamiento de la metafísica: su cumplimiento y su final, su apoteosis al borde del abismo o el colapso, podríamos agregar.
Hannah Arendt nos enseñó la diferencia entre labor, trabajo y acción: la labor está atada al metabolismo entre el ser humano y la naturaleza (Marx), produce para poder consumir y seguir viviendo, como las labores domésticas, y la reproducción como la labor de parto (que el Dr. Frankenstein se salta); en tanto, el trabajo (arte, técnica) violenta sus medios para hacer una obra duradera: una mesa, una casa, una catedral, un puente, una escultura. Destruye sus medios porque su fin (la obra) justifica los medios (destrucción de árboles, cerros, suelos, piedras, etcétera) El Dr. Frankenstein violenta los cuerpos de los muertos en la guerra para, con sus desechos, producir un muerto colectivo devuelto a la vida: como para Napoleón Bonaparte (comentarista de Maquiavelo), para el Dr. Frankenstein, el fin justifica los medios. Cuando eso se hace en política (y en economía) la cosa termina en masacres, genocidios, totalitarismos.
Si Mary Shelley profetizó que tratar de superar la barrera de la muerte y forzar la vida por medios fisicalistas traería una tragedia, y una suerte de castigo como el que encadenó a Prometeo, hoy Guillermo del Toro, con un filme que se antoja impecable, nos recuerda el mito (la historia ya merece el calificativo de mito o leyenda), en tiempos en que autores como Jordi Pigem nos dicen que la cuarta revolución industrial quiere humanizar a los robots y robotizar a los humanos.
El capitalismo aceleracionista y transhumanista se ha convertido en aprendiz de brujo, reviviendo las viejas aspiraciones de la magia y la alquimia como voluntad de poder: buscando la eterna juventud, la inmortalidad, sin detenerse a pensar ¿para qué? Reflexiones sabias, como la de Jorge Luis Borges con su cuento “El inmortal”, o la de Carlos Converso con su espectáculo “El día en que el mundo se llenó de tortugas”, nos hacen reflexionar y preguntarnos:¿ser longevos o inmortales, para qué? Lo importante no es sólo si podemos hacerlo, sino ¿debemos? ¿Qué ser humano soportaría semejante destino?
Con su Frankenstein, Guillermo de Toro no solamente nos asombra, nos hace pensar. Por el contrario de Víctor Frankenstein, el doctor, el médico, que busca devolver lo muerto a la vida y superar a la muerte, un sobreviviente de los campos de exterminio nazis, Víktor Frankl, nos dijo que el hombre está en busca de sentido.
Víctor Frankenstein, más que ser vencedor o conquistador de la muerte y de la inmortalidad, obtiene una victoria pírrica: podríamos comentarlo como hace Adolfo Bioy Casares en un cuento (“Margarita o El poder de la farmacopea”), con un tango: “tus triunfos, pobres triunfos pasajeros”.
Ver Frankenstein de Guillermo del Toro es un poco ver la crítica de cómo la técnica occidental hace de todo lo ente una disponibilidad para el productivismo capitalista (Shelley se adelantó poéticamente a Heidegger). Podemos verla solo como entretenimiento (utopía de evasión) o verla como una crítica del mundo contemporáneo (utopía de reforma, diría el historiador de utopías, máquinas y ciudades, Lewis Mumford). Guillermo del Toro nos entrega un cine como carambola de tres o más bandas.
