Hotel Abismo: Religión y política autoritaria: la mano del gobierno es la de Dios

Por Javier Hernández Alpízar

Probablemente el pensamiento religioso, en la amplia gama que va del pensamiento mágico al pensamiento teológico, es la raíz del pensamiento metafísico, filosófico o ideológico, que intenta fundamentar en ideas y en creencias la legitimidad o falta de legitimidad del poder de quienes gobiernan, sean reyes, repúblicas, partidos, Estados, gobiernos colectivos.

En los siglos XIX, XX y XXI, varios autores y autoras han dado pistas para rastrear en las religiones el origen de ideas, creencias, valores, instituciones y costumbres que, más o menos secularizadas, siguen siendo los fundamentales en la cultura política y aún económica actual.

Marx analizó al fetichismo de la mercancía, diciendo que está llena de “reticencias teológicas”. La inversión sujeto-objeto que ocurre con la mercancía es la que antes ocurrió en la magia y las religiones con fetiches e ídolos: las obras de manos humanas se volvían seres poderosos que dominaban a sus hacedores.

Simone Weil propuso abolir los partidos políticos europeos porque anulaban el pensamiento y se convertían en máquinas de promover las pasiones y el fanatismo, sustituyendo el pensamiento por credos dogmáticos. El mecanismo para perseguir el pensamiento crítico como herejía es una herencia en los partidos políticos de las inquisiciones católicas, reformadas, protestantes, que antes persiguieron y quemaron herejes y brujas, procesando a personas como Galileo Galilei, Giordano Bruno, Miguel Servet, e incluso, la comunidad judía ortodoxa, a Baruch Spinoza. La excomunión como arma represora del libre pensamiento se convirtió en las expulsiones de los partidos y organizaciones políticas.

Antonio Gramsci hablaba de elementos del pensamiento político como un asunto religioso: donde religión era una cosmovisión, una idea general o global del mundo y del sentido de la historia y la lucha de clases. Incluso recuperó en un sentido positivo el concepto de “mito” de Georges Sorel para referirse a una utopía orientadora de la lucha por la liberación. El mito en el corazón de la filosofía de la praxis.

Walter Benjamin propuso analizar el capitalismo como una religión. Y en el siglo XXI el teólogo Franz Hinkelammert sostiene que la obra de Marx fue siempre una crítica de la religión fetichista-capitalista. Hinkelammert hace lo propio al señalar, por ejemplo, la mano invisible de Adam Smith, como una incorporación de la divina providencia. Asimismo Hinkelammert escribió Hacia una crítica de la razón mítica. El laberinto de la modernidad, para desmontar mitos del poder como: “sacrificamos vidas para salvar vidas”, que justifican guerras y masacres.

Desde la izquierda (Marx, Gramsci, Benjamin, Hinkelammert) tanto el pensamiento fetichista del capitalismo tiene un sentido religioso o aun mítico, como el pensamiento de izquierda tiene un horizonte mítico o religioso: el papel positivo del mito en Benjamin y Gramsci y aún un mesianismo colectivo, de inspiración judía, en el caso de Walter Benjamin. Incluso se ha estudiado en autores como Zizek la analogía entre la crítica de San Pablo a la ley mosaica en nombre de la nueva ley cristiana del amor y la crítica a la ley del valor de Marx en nombre de un futuro comunista que nos liberaría de ella.

Pero en el caso de Simone Weil, anarquista, creyente y mística, el papel inquisitorial de la religión y los partidos es fanático, por ende, debe ser abolido (junto con los partidos políticos) para liberar el pensamiento de las personas.

Desde la derecha, en este caso la derecha nazi, también Carl Schmitt ha percibido una continuidad entre la teología y la teoría política moderna: Así lo enuncia Marta García Alonso en su artículo “La teología política de Calvino”:

Es bien conocida la tesis de Carl Schmitt, según la cual las categorías de la moderna teoría del Estado serían, en realidad, conceptos teológicos secularizados. Hemos intentado mostrar en otro lugar cómo la tesis de Schmitt no tiene sólo una vertiente genética, sino que igualmente importante es su dimensión sistemática: no sólo se apunta al origen de ciertos conceptos, sino que se afirma que su articulación doctrinal sólo puede ser teológica. En efecto, como bien supo ver Leo Strauss, la decisión que para Schmitt constituía la política era la opción entre anarquía y autoritarismo, según se creyese o no en el carácter peligroso del individuo y, por tanto, en su necesidad de ser gobernado por medio de la institución estatal. Y el jurista del Reich consideraba esta elección estrictamente análoga a la opción entre Dios y el diablo, por ello mismo, teológica.

Carl Schmitt, jurista del Tercer Reich hitleriano, asume la dicotomía entre Dios y el diablo como la base teológico- metafísica para aseverar que el concepto de lo político se fundamenta en la distinción entre amigo y enemigo.

También Martín Heidegger usaba la idea del diablo, aunque metafóricamente, para referirse a lo que podía destruir al Reich, según consta en el protocolo de su Seminario: Sobre la esencia y el concepto de naturaleza, historia y Estado, 3 de noviembre de 1933- 23 de febrero de 1934. El texto dice:

En cada nuevo instante el líder y el pueblo se unirán con más fuerza para desarrollar la esencia de su Estado, esto es, su ser; creciendo conjuntamente, el líder y el pueblo establecerán el sentido histórico de su ser y su querer y harán frente a las dos fuerzas amenazantes de la muerte y el diablo, esto es, la transitoriedad y el declive de su propia esencia.”

Las consecuencias de esas tesis de que la política es esencialmente una dicotomía amigo-enemigo como versión secularizada de la disyunción: Dios-diablo, ya las vivió el mundo con la pretensión hitleriana de un Tercer Reich.

En el caso de Martín Lutero y Juan Calvino, la influencia de su pensamiento teológico, ético y político es diversa. Tuvieron consecuencias democratizadoras: su defensa de la lectura directa y libre de la Biblia, contra el monopolio de los expertos católicos, en la libertad de pensamiento y conciencia. Ayudaron a avanzar en la secularización del mundo moderno, especialmente en la separación entre la Iglesia y el Estado. En México, por ello, los evangélicos recuperan a Benito Juárez, porque la separación entre la Iglesia católica y el Estado debilitó al catolicismo y abrió las puertas a otras religiones.

Ya Max Weber mostró la influencia del calvinismo en la formación del “espíritu del capitalismo”, es decir, la legitimación del interés y el afán de lucro que impulsa la acumulación capitalista. Calvino es uno de los grandes pilares de la ideología estadounidense.

Quizá no Calvino, pero sí discípulos suyos, impulsaron ideas y prácticas asamblearias que desembocaron en un federalismo que los migrantes europeos que colonizaron Norteamérica incorporaron en el federalismo de los Estados Unidos.

Pero las prácticas de las iglesias reformadas, entre otras, las que siguen a Lutero y Calvino, también tuvieron consecuencias autoritarias. De hecho a Lutero se le considera precursor del absolutismo de autores como Thomas Hobbes, el defensor del Estado-Leviatán, un monstruo temible que tenga a raya a hombres malos por naturaleza: hombres que son lobos para otros hombres.

Lutero y Calvino creían que el pecado original tuvo como consecuencia que la naturaleza caída de los hombres los incapacita para conocer con su sola razón el bien, la ley y voluntad de Dios expresada en la “ley natural”. Solamente por la revelación divina, la palabra de Dios, la Biblia, y por la gracia divina, el ser humano puede entender y obrar el bien. Pero no pueden salvarlo las buenas obras, sino solo la fe: la única verdadera virtud es la fe: creer y, por ello ser, leal y obediente. Como la fe en Cristo es lo único que salva, no importan tanto las virtudes o habilidades personales, solo la fidelidad. Además heredaron un cierto maniqueísmo, probablemente de San Agustín (Lutero fue monje agustino) y su Ciudad de Dios. De hecho también Lutero postula dos reinos, el de Dios y el reino secular, que darán origen a dos gobiernos distintos y separados: la autoridad religiosa y una fuerte autoridad política.

Incluso, además de dos reinos, la humanidad está dividida en dos clases: los salvos y los condenados o réprobos, dos clases que son decididas por Dios, por lo que no se puede pasar de una a otra por las propias obras sino solo tener fe y esperar la salvación de Cristo. Pero, uno de los signos de la elección divina es la riqueza material, por lo que el calvinismo impulsa el afán “espiritual” de enriquecerse. Un apartheid espiritual que legitima la acumulación de capitales.

Lutero justifica la existencia del derecho positivo. Porque los creyentes viven entre no creyentes y necesitan de una autoridad civil y un derecho positivo que castigue el mal. Por lo cual se considera a Lutero precursor de los filósofos del derecho que hacen esencial al derecho su carácter punitivo: el castigo. Pero paradójicamente, Lutero desdeña al derecho y opina que un buen cristiano está por encima de las leyes, porque la ley de Dios es superior:

Si juzgas según el amor –opina Lutero, citado por Hernán F. Corral Talciani, en “Lutero y su influencia en el pensamiento jurídico”–, resolverás todos los asuntos sin necesidad de los libros de derecho. Si pierdes de vista el amor y el derecho natural no lograrás nunca el beneplácito de Dios, por mucho que te hubieras devorado todos los libros de derecho y todos los juristas, pues cuanto más pienses en ellos más confuso te volverán”.

Un creyente fanático en la superioridad de la ley de Dios y en su propia superioridad moral sobre los demás seres humanos: pecadores, corruptos, hipócritas, réprobos, desdeñará la ley positiva porque él, su fe y bondad están por encima de las leyes meramente humanas. Esto lleva a una posición iliberal y autoritaria, pues va contra el principio liberal-democrático de un gobierno de las leyes (positivas) por encima del gobierno de los hombres.

Lutero y Calvino se opusieron a la pretensión de la Iglesia católica de que la legitimidad de los reyes derivaba de Dios y era transmitida a través de la autoridad del papa, vicario de Cristo.

Sin embargo, por su concepción pesimista de una naturaleza humana “caída”, pecadora, y por ello mala, como sería para San Agustín o para Hobbes, tanto Calvino como Lutero, basados en San Pablo, afirmaron de nuevo el origen divino del poder temporal, el llamado derecho divino de los reyes, pero extendido a todo gobierno temporal: la autoridad política deriva directamente de Dios sin mediación del pueblo.

En consecuencia, para Lutero y Calvino todo gobierno civil es apoyado por Dios y el creyente debe obedecerlo, pues desobedecerlo es desobedecer a Dios. El único motivo que podría justificar la desobediencia, y eso en última instancia y como último recurso, es que un gobierno ordene conductas contrarias a las leyes de Dios.

De hecho, Lutero aconseja, en lugar de desobedecer a un gobierno que no respete al Evangelio, irse a otro país donde pueda el creyente tener libertad de conciencia y de culto. Esto favoreció sin duda el traslado de muchos creyentes a las nuevas colonias en lo que hoy es Estados Unidos.

Asimismo, muchos de los “peregrinos” que viajaron a Norteamérica se concibieron como un nuevo pueblo elegido de Dios que, a semejanza del pueblo de Israel, estableció con Dios una nueva alianza, lo cual dio origen al “destino manifiesto” del imperialismo estadounidense.

En el caso de Martín Lutero, no solamente dijo que es divino el origen de la autoridad política, sino que eso le da derecho a reprimir duramente. Así lo dice de una rebelión campesina reprimida, a la que llama “bandas ladronas de campesinos”:

…“incluso la autoridad pagana tiene derecho y poder para castigarlos; más aún, está obligada a castigar a esos canallas, para esto porta la espada y es servidora de Dios contra el que hace el mal”.

Puesto que si es Dios quien da la autoridad a los gobernantes, para Lutero la mano de los gobernantes que aplica la fuerza es la mano de Dios:

La mano que lleva la espada y estrangula no es ya la mano del hombre, sino la de Dios, y no es el hombre sino Dios quien ahorca, tortura en la rueda, decapita, estrangula y guerrea”.

Al lado de la secularización y de algunos elementos democratizadores del protestantismo, este sistema de creencias y prácticas les heredó al derecho y a la política modernas un carácter punitivo (la pena de muerte en varios estados de los Estados Unidos, por ejemplo) y dio un espaldarazo “divino” a toda autoridad, lo cual fue especialmente favorable al absolutismo y al autoritarismo.

No debe sorprendernos entonces que un gobernante creyente en ese tipo de ideas religiosas crea que está por encima de la ley, ni siquiera que creyentes en ese mismo tipo de religión crean que ese ser “puesto por Dios” en el gobierno tiene un poder absoluto, por encima de las leyes “meramente humanas”. Tampoco puede sorprendernos que quien cree que hay humanos salvos y seres humanos réprobos impulse una política del amigo y el enemigo, maniquea, en la que él y sus fieles son buenos y sus opositores o adversarios son pecadores, corruptos, malos, por lo cual no hay que cansarse de fustigarlos y anatemizarlos.

Lo sorprendente de un gobierno así, confesional, autoritario, iliberal, militarista, patriarcal, nacionalista, es que logre engañar a toda una sociedad haciéndose pasar por un gobierno progresista, liberal y demócrata: cuando en realidad es una regresión a la teología política que llevó a la quema de brujas y la excomunión de herejes.

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