Hotel Abismo: La superficialidad de la “lucha contra el neoliberalismo”

Por Javier Hernández Alpízar

La palabra “neoliberalismo” ha terminado por no significar nada, a fuerza de ser usada sin cuidado ni precisión como adjetivo para descalificar.

Llamar “neoliberal” a lo que ha sucedido en México desde el sexenio de Miguel de la Madrid (que inició en 1982) y en el mundo desde el golpe de estado pinochetista en Chile (1973) y desde los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Tatcher (años ochenta) es una manera muy superficial de entender un fenómeno más complejo: una forma del sistema capitalista en el modo de resolver sus crisis.

El cómodo y somero diagnóstico de “neoliberalismo” hace parecer que llegaron al poder los malos, los “neoliberales”, y que si los sacamos del poder entonces todo se arregla. Esconde el verdadero fondo del asunto: la criminalidad del capitalismo y el hecho de que, sea “neoliberal” o neoestatista, el capitalismo es depredador, extractivista, ecocida, genocida, colonialista y contrainsurgente. Es, más que un modo de producción, un modo de destrucción, como dijera Jean Robert.

Como cambio en el modo capitalista de acumulación, más que un neoliberalismo, es lo que David Harvey ha llamado “acumulación por desposesión”. Después de un tiempo en que funcionó el llamado “estado de bienestar” y de que entró en crisis, el capitalismo regresó a sus prácticas de despojo violento que Karl Marx analizó al explicar la que Adam Smith llamara “acumulación originaria del capital”.

Para llegar a la actual situación, en la cual una pequeña parte de la humanidad posee los medios de producción y el resto solamente tiene su fuerza de trabajo para vender, hizo falta que en cada país en que el capitalismo ingresó los campesinos, las comunidades, los pueblos, los indígenas, las mujeres, las culturas y civilizaciones fueran obligados por la violencia, por la fuerza de las armas (y en esto los ejércitos y fuerzas armadas nacionales de estos países han sido siempre brazos ejecutores y operadores del capital) de sus bienes comunes, sus tierras y territorios, sus medios de producción y subsistencia.

Este despojo violento origina la separación entre los productores (los trabajadores, las trabajadoras) y sus medios de producción, los cuales, en manos privadas, las de la burguesía terrateniente, la burguesía industrial, comercial y financiera, se vuelven capital, porque compran el trabajo y explotan a los productores, extrayendo plusvalor y generando el proceso de acumulación o valorización del valor que está en el núcleo del capital.

Este proceso no es sólo la prehistoria del capitalismo en el Reino Unido y en Europa continental, y en los Estados Unidos (por ejemplo, la novela de John Steinbeck y la película dirigida por John Ford, Las uvas de la ira), sino que Rosa Luxemburgo encontró que es un proceso recurrente: a la extracción de plusvalor en los países metropolitanos (y el trabajo impago femenino que han estudiado feministas como Silvia Federici, pues es falso que el feminismo sea un engendro “neoliberal”) se suma un proceso colonialista de despojo y colonización, extractivista, esclavista, en la periferia del sistema mundo capitalista: América, África, Asia, Oceanía.

Estos procesos regresan cada vez que el capital necesita resolver sus crisis cíclicas con nuevas atapas de acumulación por desposesión, extractivismo feminicida (dice Raúl Zibechi), que despoja, coloniza, refuncionaliza en favor del capital tierras y territorios, ecosistemas, saberes de los pueblos, mediante la guerra, el crimen, el ecocidio, el genocidio, el feminicidio, el juvenicidio. Un análisis de este fenómeno en su periodo actual lo han hecho Adolfo Gilly y Rhina Roux.

Ese proceso recomenzó con el golpe de estado en Chile en 1973 y se extendió por las dictaduras en el Cono Sur, con el reaganismo y el tatcherismo y en México con las cartas de intención impuestas por el FMI al gobierno de De la Madrid, el TLCAN del sexenio de Salinas, ratificado por Peña y Obrador como TMEC o como se llame.

Esa violencia genocida, extractivista y colonialista es la que ha sufrido el pueblo mexicano como supuesta “guerra contra las drogas” y con la militarización del país, hoy profundizada y planteada como transexenal y no compulsable en las urnas.

No importa tanto la propiedad privada o estatal de los monopolios, tanto el “neoliberalismo” como el neoestatismo son hoy capitalismo de acumulación por desposesión, extractivista, militarizado y colonialista.

La democracia no sobrevive a estos procesos: entramos en lo que Frei Betto llama “posdemocracia”, cuyo contenido esencial es la corpocracia, el gobierno de las corporaciones (en México, las de Romo, Slim, Salinas Pliego, Azcárraga, los Hank, etc.), una de las cuales son la Fuerzas Armadas, presentadas como políticamente neutrales, pero que son militantemente procapitalistas y brazos operadores de la colonización y la acumulación por desposesión.

Por eso los proyectos de “desarrollo” del PRI y el PAN (Plan Puebla-Panamá) siguen teniendo vigencia con el Proyecto Integral Morelos, el Tren Maya, el Corredor Interoceánico. No son proyectos de ningún presidente o partido, son del capital. Responden a los intereses geoestratégicos del capital, especialmente de los estadunidenses, y tienen mucho tiempo de existir como planes de distintos gobiernos.

El caso más claro es el Corredor en el Istmo de Tehuantepec deseado por los Estados Unidos desde que en siglo XIX negoció el fallido Tratado McLane-Ocampo, pero también el dictador Luis Bonaparte deseaba producir ese corredor para hacer ahí lo que sí hizo en el Canal de Suez y por eso apoyó la aventura fallida de Maximiliano de Habsburgo.

El capital puede asumir caras liberales y neoliberales, caras conservadoras, estatistas, populistas, militares o civiles, e incluso “religiosas”, pero siempre necesita reproducir de manera ampliada sus condiciones de existencia y funcionamiento sistémico: la separación entre los productores y los medios de producción (en manos privadas o estatales, pero como capital). Esa separación es profundamente injusta y es violenta, y para iniciarla y reproducirla constantemente existen la violencia estructural y sistémica, y las guerras colonialistas con sus distintas máscaras.

Las militarizaciones y los proyectos de desarrollo impuestos desde el poder son apenas dos de los pies con que camina este proceso. Los gobiernos que los operan pueden llegar al poder por las urnas o por el golpe de estado, o llegar por las urnas y luego dar un golpe de estado como Luis Bonaparte. Pueden hablar en nombre del pueblo, la patria, el nacionalismo, el humanismo, la religión, etc., pero el empoderamiento de las fuerzas armadas y el desarrollismo capitalista son su santo y seña.

No hay un capitalismo “malo” (“neoliberal”) y uno “bueno” (“posneoliberal”). El capitalismo es uno solo: el modo de destrucción capitalista que nos ha conducido a la crisis climática y la sexta extinción masiva.

Reducir la mira a la “lucha contra al neoliberalismo” o “contra la corrupción” es una manera de pretender ocultarse que se ha claudicado y abrazado la bandera del capitalismo.

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