Morir de COVID–19 en Nueva York

En la zona del barrio de Manhattan, sobre la calle 117, en el quinto piso, vive Reyna. En un departamento con tres recámaras habitado por 9 personas. Desde hace 25 años se casó con Ángel y procrearon cuatro hijos. Durante más de dos décadas Reyna empezó a trabajar en labores de limpieza. Comenta que hay familias ricas de Brooklyn que son las que peor pagan, porque te dan 12 dólares por hora”. Ella, por ser hablante del tu’un savi y del castellano, tuvo la oportunidad de trabajar como perito intérprete en el consulado de México en Nueva York. Posteriormente una agencia privada la contrató por dos años. Con la experiencia que adquirió, desde el año 2000, es perito intérprete en las Cortes de los cinco condados de la ciudad de Nueva York.

Este domingo, con gran pesar nos comentó: Estoy muy triste porque se murió mi esposo Ángel. El lunes 23 de marzo, cuando regresó de trabajar se mojó mucho. Le dije que se quitara su ropa y que se sacara su pelo. Se quejó de que estaba muy cansado y luego se recostó. El martes amaneció con calentura y ya no fue a trabajar si no hasta el jueves. En la casa tomó Tylenol y mejoró un poco. El viernes cuando llegó a trabajar, su jefe le dijo que ya no iban a laborar por tres semanas. Fue en esos días en que anunciaron que se suspenderían las actividades de las empresas. El problema fue que la calentura no se le quitaba. Le dije que fuera al hospital, pero por miedo no se animó. Yo le insistí que tenía que ir para saber qué era lo que tenía.

El sábado fue al hospital y le dijeron que no tenía nada. El médico le indicó que estuviera en su casa por catorce días y que siguiera tomando Tylenol. Así estuvo el sábado y hasta el martes con calentura y dolor de pecho. Él mismo me decía que no se sentía bien y, además, empezaba a tener malestar en su pecho. Yo le puse agua con vapor y vaporub. También le di té y le quemé con un trapo caliente su cuello. Me empezó a preocupar porque ya no respiraba bien.

El martes llamé a una ambulancia para que se lo llevaran de urgencia al hospital. Lo recibieron en el Monte Sinaí. No me dejaron acompañarlo y solo me comentaron que se comunicarían más tarde. Me quedé sola con mis hijos esperando la llamada. El miércoles ninguna persona nos llamó. Por eso el jueves salí a buscarlo, pero para mi mala suerte, nadie me dio información. Más tarde hablé con mi cuñada. Ella es ciudadana americana y le dije lo que estaba pasando. Me consoló diciendo que ella se comunicaría al hospital. Así fue, el viernes por la mañana me dio un teléfono para que hablara con Ángel. Le llamé y le pregunté cómo se sentía. Al escucharlo me alegré porque me dijo que estaba un poco mejor. Solo me cuesta respirar, pero ya estoy bien. Me pidió que le llevara jugo y atole de granillo. Bien recuerdo que eran como las 10 de la mañana. Colgué y le comenté a mis hijos más chicos que su papá ya estaba bien, y que le iba a preparar su atole para llevárselo. También se lo compartí a los familiares de Ángel. Estábamos contentos porque el fin de semana estaríamos en casa juntos. Como a las 12 del día recibí una llamada de un número desconocido. La voz fue de una persona que hablaba inglés y que al mismo tiempo se apoyó de un perito intérprete. Me preguntaron primero si yo era Reyna, la esposa de Ángel. Les contesté afirmativamente y es cuando me dijeron que hablaban de parte del hospital para informarme que Ángel había fallecido. Fue como un golpe en el corazón. No supe que decir. Solo me puse a llorar y ya no pude seguir la comunicación. Al principio no creí en lo que me decían, porque había escuchado su voz y sentía que estaba bien. Es más, sus palabras fueron muy claras y por algo me había pedido lo que más le gustaba; su atole de granillo. No sé qué pasó en esas dos horas. Lo más trágico es que no hay alguien que conteste el teléfono para dar alguna información, que nos ayude a entender lo que pasó. Solo fue la noticia fría, de que Ángel estaba muerto.

Fueron momentos de mucho dolor y de mucha impotencia, porque no hay nadie que te preste auxilio y, además, no te permiten verlo. Solo la familia es la que por teléfono nos contestaba las llamadas y nos consolaba. No hay forma de saber dónde acudir para pedir informes. Lo único que pudo investigar mi cuñada es que buscáramos una funeraria, que tuviera algún espacio para poder cremarlo. Nunca creí que la mayoría de funerarias a las que hablé me dijeran que sus servicios estaban saturados y que no me podían programar una fecha para cremar a mi esposo. Gracias a Dios que encontramos un lugar esta semana.

Ahora viene lo más difícil, porque hay que conseguir el dinero. No hay esperanzas de que el gobierno nos ayude. Tampoco la empresa donde trabajaba Ángel, porque ahorita todo está cerrado y solo se puede hablar por teléfono. Como son oficinas nadie contesta. También hemos hablado al consulado de México y ni ahí nos contestan. Por eso, no hay a quién llamar ni a quién pedirle ayuda. Los familiares de Ángel son los que me van ayudar, porque tengo que pagar este lunes mil 700 dólares para el servicio de cremación. No sé cómo le voy a hacer para pagar ese dinero y para seguir comiendo con mis hijos. Hasta que pague me van a decir el día y la hora de la cremación. Solo espero que me entreguen sus cenizas, para que por lo menos podamos llorar y tener sus restos en una urna. Ojalá nos los puedan entregar, para sepultarlo como es nuestra costumbre. Ya que pase todo lo pensamos traer al pueblo, en Chimaltepec, municipio de Alcozauca, para que esté al lado de sus padres y abuelos.

Vivir en Nueva York en estos momentos del coronavirus es un gran sufrimiento, porque no existes para nadie. No hay una persona que te atienda. Cada quién está encerrado como en una cápsula. Todo mundo busca cómo sobrevivir y protegerse de los demás. No sabemos qué vamos a hacer, porque las autoridades de salud no nos han visitado para informarnos qué medidas vamos a tomar y qué estudios nos tienen que realizar. Además del dolor por haber perdido a mi esposo, quien se vino a Nueva York para darles una mejor vida a sus hijos, ahora nos encontramos también en riesgo. No sabemos si somos portadores del COVID – 19. Nos preocupa porque mi hermano y mi sobrino, con quienes compartimos el departamento, también tuvieron los mismos síntomas, aunque ahora están recuperándose. Nadie nos informa sobre lo que tenemos que hacer, para que no se vaya a repetir la historia de mi esposo.

Apenas una amiga mía que vive en el Alto Manhattan y es de Ixcuinatoyac, municipio de Alcozauca, me habló por teléfono, porque supo de la muerte de Ángel. Me compartió llorando de que su primo también había muerto a finales de marzo. Jhonny, es otro paisano, originario de San José Lagunas que también murió el mismo viernes 3 de abril. A los tres días tuvimos noticia de la muerte de Juan, quién radicaba en el Bronx y que era originario de Lomazoyatl, del mismo municipio de Alcozauca. Por último, nos informaron nuestros familiares que viven en la región, que en el periódico salió que otro paisano de Tlapa de nombre Armando, residente en Queens, también falleció el 27 de marzo.

Por los testimonios que hemos registrado con los familiares de las personas que residen en Nueva York son cinco las que han fallecido por la pandemia del coronavirus. Lo más grave es que los consulados no están proporcionando información sobre estos decesos y mucho menos están documentando y estableciendo contacto con las autoridades sanitarias, para atender a las familias de las personas que han fallecido, para prevenir mayores contagios y proporcionarles la atención médica que requieren. El caso de Reyna es un ejemplo de la desatención y discriminación que enfrenta la población migrante en la gran urbe donde se han reportado 9,385, siendo en su mayoría población latina y afroamericana. Un reporte reciente registra que el 34% es población latina y el 28% población afro, es decir el 62% de las defunciones corresponden a poblaciones marginadas. Se estima que alrededor de un millón de los hispanos en Nueva York son inmigrantes indocumentados sin seguro médico, según estimaciones del gobierno municipal. El mismo alcalde de Nueva York expresó que se trata de una “disparidad flagrante». Es decir, de la profunda desigualdad social y racial que existe en la ciudad más poblada de Estados Unidos, donde la población indígena de la Montaña enfrenta los estragos del COVID – 19, sin el apoyo de las autoridades mexicanas. El sueño se ha transformado en pesadilla para centenas de familias cuya sobrevivencia depende de las remesas que envían los migrantes de Nueva York, que en sus hogares ronda la muerte, y que en su horizonte, pesa la incertidumbre de cómo sobrevivir después del COVID – 19.

Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan”

Foto: Internet

Publicada originalmente en la página del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan: http://www.tlachinollan.org/opinion-morir-de-covid-19-en-nueva-york/

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